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Foto del escritorCharles Gutierré

Un castillo, una leyenda, un hotel.-


Noventa kilómetros al norte de Córdoba se alza La Cumbre, con sus imponentes casas de otro tiempo. Entre ellas sobresale el castillo de Mandl, atravesado por misterios que develamos para nuestros lectores.

El Castillo es un ícono de la Cumbre. Como el Cristo. Ambos se empinan en la serranía que enmarca a la más apacible y refinada población del Valle de Punilla, y son parte de su identidad.

En rigor, el castillo es una vieja construcción -luego remozada- que, adherida a la pared rocosa de un cerro, desafía su marcada pendiente. Por eso, aunque el terreno donde está implantada tiene una superficie de 17 hectáreas, sus jardines tienen un desarrollo limitado y se escalonan en terrazas ganadas con esfuerzo a la pétrea resistencia de la sierra cordobesa.


A comienzos de los ‘20 la inició el Arq. Emilio Maisonnave y se hizo en un año. El comitente fue Bartolomé Vasallo, un prestigioso cirujano de Rosario que satisfizo sus fantasías medievales con la erección de un edificio pintoresquista que semejaba un castillo fortificado con torres almenadas.


Por si la imagen no bastara, el médico repitió las almenas en el muro de contención del camino que debió abrirse en el faldón serrano para permitir el acceso a la amplia, extravagante y encumbrada casona.

Hombre rico, profesional exitoso en un tiempo sin obras sociales, Vasallo era propietario de varias estancias en la provincia de Entre Ríos y no reparaba en costos para darse sus gustos. Así lo testimonian “El Castillo” o “El Fuerte” -como también lo llamaban- que habitaba en sus períodos de descanso serrano; y su palacio rosarino, hoy transformado en la sede del Concejo Municipal de la pujante ciudad de la provincia de Santa Fe.

Con el correr de los años, la casona que Vasallo había saturado con armaduras, panoplias cargadas de armas blancas (de puño y de lanzar), pistolones y bombardas, fue legada a la Municipalidad de La Cumbre. Pero los acotados ingresos de la administración local no daban para afrontar los altos costos de mantenimiento de semejante edificio, enclavado -por añadidura- en un lugar complicado y expuesto a riesgos y deterioros ambientales.


Por eso, a principios de los ‘40 saldrá a remate. El comprador, un austríaco llamado Fritz Mandl, ordenará grandes reformas e impregnará el caserón con su leyenda. Es curioso, porque el nuevo propietario -un ciudadano del mundo-, habrá de arrasar la carcasa de inspiración medieval. Desmochará las torres, suprimirá las almenas y borrará la imagen fortificada del edificio.

La profunda reforma, encargada al arquitecto húngaro Jorge Kalnay -con quien colaborarán el arquitecto cordobés Gustavo Gómez Molina y el Ing. Alfredo Loncharich Franich- estilizará las líneas de la casona, que a partir de 1944 mutará en imponente chalet serrano con techos de tejas a varias aguas, cuyas caídas hacia el valle urbanizado parecen copiar la inclinación de los cerros aledaños.

Lo curioso, sin embargo, es que pese a la modernización de la imagen, el nombre de Mandl y la materialidad del castillo se harán uno en la percepción y el comentario de la gente del lugar y de sus visitantes habituales. La leyenda de Madl desplazaba para siempre a los fantasmas imaginarios del falso castillo que, por esas paradojas de la historia, se convertía por primera vez en un castillo auténtico. Era -y es- el castillo de Mandl, porque así lo decretó el imaginario popular. Y ahora, con mayúsculas -El Castillo de Mandl-, nombre comercial de un excelente hotel boutique que opera en la casona para delicia de sus huéspedes. Pero no nos adelantemos.


EL ENIGMÁTICO SEÑOR MANDL

Hablemos del legendario señor Mandl, cuyo nombre imanta la atención y el interés de quienes pasan por La Cumbre. Empresario global, nació y murió en Viena, Austria (1900-1977). Heredero de la mayor fábrica de municiones de su país -Hirtenberg Patronen-Fabrik-, multiplicó su fortuna con inversiones y negocios de distinto tipo que incluyeron la venta de armas y municiones a los países beligerantes que se desangraron en la Segunda Guerra Mundial. Por esa actividad, muchas veces fue asociado con los nazis, aunque a decir verdad, fue un actor relevante pero difícil de clasificar en el teatro de la guerra que, entre 1939 y 1945, consumió vidas, recursos y fortunas a escala planetaria. En rigor, su padre, judío, estuvo en un campo de concentración, y él mismo huyó de Austria pocos días antes de la invasión alemana que se apoderaría de sus fábricas, movimiento anticipado que le permitió convertir en dinero y papeles portátiles buena parte de sus propiedades. Es que según quienes lo han estudiado, veía abajo del agua y siempre estaba algunas jugadas adelante de sus competidores y enemigos.


Sinuoso como las montañas de su país natal, o las sierras de Córdoba -donde tuvo una de sus casas preferidas-, Fritz Mandl viboreó con sus negocios entre el Eje y los Aliados de acuerdo a cómo evolucionaban los acontecimientos.

De todas maneras, dos años antes de que se iniciara la conflagración él había pronosticado su inevitabilidad, así como la ventaja inicial de Alemania, largos años de sufrimiento, la intervención de los EE.UU. y la derrota final de Hitler. Quizá por eso realizó inversiones en Estados Unidos y depositó en sus bancos una porción significativa de su capital líquido. Lo cual no le impedía hacer buenos negocios con Benito Mussolini, líder de la Italia fascista, al que proveía de armas y municiones para su campaña militar en el África y a quien lo unía, además, una relación de amistad.

Ya antes había jugado a dos puntas, vendiéndoles armas a ambos bandos durante la Guerra Civil Española (1936-39), y a los ejércitos del Paraguay y Bolivia, contendientes en la Guerra del Chaco (1932-35).


Personaje viscoso, los sobornos se conjugaron con sustanciosos aportes a causas nobles en una trama cotidiana de cálculos, violencias y traiciones. Su agitada vida se desplegaba entre Europa, EE.UU. y América Latina. Millonario activo, buscaba negocios o los creaba, aquí y allá.

En 1937 hizo su primer viaje a la Argentina -por entonces el país más desarrollado de Sudamérica- con la idea de participar en proyectos militares para fabricar armas en las localidades de Villa María y Río Tercero (la de la trágica explosión durante la presidencia de Carlos Menem). Pero encontró obstáculos y terminó invirtiendo en otros rubros: compró tierras para producción agropecuaria, una mina de carbón, una fábrica de bicicletas (Cometa S.A.), industrias textiles (también en el Uruguay) y el veinticinco por ciento de la naviera Mihanovich, en sociedad con Alberto Dodero, el otro líder nacional del transporte comercial por agua.

Acto seguido, apuntó a la fundición de acero, ya que entre las dos guerras la Argentina había crecido con rapidez e importaba grandes cantidades de ese insumo básico para la industria, materia prima que llegaba al país integrada a productos manufacturados tales como camiones, automóviles y equipos ferroviarios.


SAVIO, PERÓN Y UN PROYECTO FRUSTRADO

Con este objetivo, y ya instalado en nuestro país, a comienzos de los ‘40 Mandl mantuvo una ronda de conversaciones con el general industrialista Manuel Savio. El empresario austríaco, afectado por la guerra en sus fuentes europeas de producción, imaginaba poder reproducir aquí su imperio siderúrgico y armamentista.

El terreno se presentaba fértil porque estrategas militares argentinos aspiraban a desarrollar la industria pesada y la fabricación de pertrechos como modos de asegurar el desarrollo nacional y el liderazgo del país en Latinoamérica. De modo que los intereses convergían. Mandl puso manos a la obra y con sus asesores diseñó un plan que incluía la importación de mineral de hierro de Suecia -que era un país neutral-, el uso de barcos propios (de allí la inversión en la naviera Mihanovich) para el transporte de la carga, y el empleo de una fundición de la empresa alemana Siemens en la Argentina. Como complemento, había comprado unos yacimientos de carbón en Perú. La ecuación económica del plan cerraba tanto como la política porque los militares argentinos buscaban una mayor autonomía de los proveedores tradicionales -complicados con la guerra- lo que, de conseguirse, habría de ampliar el rango de su libertad de acción en términos internacionales.


Pero la marcha hacia un acuerdo que era bueno para las dos partes, encendió la alarma roja en los paneles de control de otros empresarios del mundo y de los gobiernos de Gran Bretaña y los Estados Unidos de Norteamérica. Por eso sus embajadas y servicios secretos iniciarían la tarea de demolición del proyecto. En primer lugar infiltraron su círculo próximo y cooptaron a su principal asesor, que se convirtió en informante de los británicos. Cada movimiento de Mandl quedaba bajo las lupas del espionaje. Había apostado en grande, e ingresado en terrenos que lo excedían. Se trataba del juego del poder mundial.


El investigador canadiense Ronald Newton ha escrito que para británicos y norteamericanos “una industria argentina autónoma de armas era una amenaza”. Para las potencias aliadas, la asociación de Mandl con los militares de nuestro país comportaba peligros graves: un desequilibrio de poder en la región, que podía amenazar la paz en Latinoamérica, y la constitución de una plataforma industrial para el eventual rearme de Alemania. Además afectaba intereses de los socios sajones en los rubros del acero y el armamento. Y no lo permitieron. Desmontaron uno a uno los negocios del austríaco, bloquearon sus cuentas bancarias en los EE.UU. y desataron una campaña de desprestigio que consiguió el objetivo de demonizarlo como socio de los nazis ante los ojos de la mayoría.

El que, por el contrario, lo apoyó y protegió hasta el final -hasta su caída en 1955- fue Juan Domingo Perón, presidente de la República desde 1946, quien en su visión estratégica percibía a Mandl como una pieza clave para un desarrollo nacional alternativo, que sacara provecho de la Segunda Guerra Mundial y se preparara para maximizarlo en el curso de una tercera conflagración que consideraba muy probable.


DESPUÉS DE LA GUERRA

Abortado el proyecto compartido y culminada la guerra, las cuentas bancarias en los EE.UU. fueron desbloqueadas. También recuperaría su fábrica de municiones en Austria, en la que habían llegado a trabajar 25.000 personas. Pero su principal asiento siguió siendo la ciudad de Buenos Aires, donde tenía un piso en la avenida Alvear. En el país, también tenía residencias en Mar del Plata y Bariloche, aunque la preferida, según el testimonio de sus hijos, era la de La Cumbre. Allí pasaba temporadas acompañado por invitados que cabalgaban y jugaban al bridge con él. De adolescentes lo hemos visto muchas veces recorrer el valle del Pungo sobre su caballo árabe, impecablemente vestido con pantalones y botas de montar, escoltado por invitados, todos en completo silencio. Es más, alguna vez las cabalgatas convergieron o se cruzaron, poniendo en contraste el bullicio juvenil de unos y el silente fastidio de los otros. Recuerdo que esas apariciones alimentaban comentarios fantasiosos originados en versiones que corrían en boca de los adultos. La campaña sucia de los servicios secretos sobre el traficante pro nazi había calado hondo. Se repetían historias nunca confirmadas que acentuaban el perfil misterioso y las aristas excéntricas del personaje. A la distancia, me parece que muchos proyectaban en él parte de sus propias fantasías. Nadie olvidaba que su segunda esposa había sido Hedwig Eva María Kiesler, más conocida por el nombre artístico de Hedy Lamarr, actriz que -antes de triunfar en Hollywood- en 1932 había protagonizado en Europa el primer desnudo total de la historia del cine, y que por años sería considerada la mujer más bella del mundo.


También se hablaba de un príncipe “alemán” que habría alojado en las caballerizas para resaltar su poder mediante la humillación del noble. Nada más alejado de la verdad. El príncipe en cuestión era Ernst Rüdiger von Starhemberg, su amigo inseparable desde los ‘30, un guerrero consumado que peleó en las dos guerras mundiales, notoria figura del nacionalismo austríaco (que algunos definen como austrofascismo), fracción que luchó contra los nazis y la anexión. “Rudy”, como le decía su amigo, descendía de uno de los comandantes militares que habían salvado a Viena de los turcos en 1683, tradición combatiente de la que era un destacado continuador, un comando bien entrenado que peleó en la fuerza aérea británica y luego junto al general francés Charles De Gaulle hasta que en 1942, después de sufrir heridas severas, viajó a la Argentina y fue alojado por su amigo Fritz en el castillo de La Cumbre. Allí vivió un tiempo junto a su esposa Nora y a su hijo Heinrich, que iba a una escuela del pueblo. No sólo lo alojó sino que le asignó una habitación en la planta baja y le hizo un baño nuevo dentro de ella para evitar esfuerzos y desplazamientos innecesarios en razón de que las heridas le habían dejado secuelas físicas que dificultaban sus movimientos.


En suma, muchas de las habladurías sobre el personaje carecían de fundamento, aunque es probable que él mismo las haya alimentado con su arrogante parquedad y su actitud distante. Un hombre poderoso siempre es motivo de comentarios, y si además es un millonario oculto tras un velo, la imaginación de la gente se puede descontrolar. Máxime cuando el sujeto pesquisado por la mirada colectiva es un insaciable coleccionista de mujeres, casas, obras de arte, trajes y zapatos a medida, muebles a medida, todo a medida, porque busca ser único a través de vidas y de cosas que sólo él posee. Lo paradójico, en todo caso, es que quienes se obsesionan por diferenciarse de los otros suelen beber al cabo la hiel de las envidias y padecer miradas impiadosas, prejuicios reduccionistas y encuadres cosificadores que terminan despedazando la ilusión de sentirse únicos.


Quienes han escrito sobre Mandl coinciden en que dejó de visitar La Cumbre en 1973 cuando en el país arreciaban los secuestros extorsivos de empresarios por parte de grupos guerrilleros que financiaban sus operaciones mediante el cobro de rescates.

Desde entonces, el castillo estuvo años abandonado, sufrió deterioros y el robo de una colección de pinturas pertenecientes al barroco hispanoamericano, lienzos provenientes de escuelas mestizas que en los siglos XVII y XVIII tuvieron sus principales centros de producción en Cuzco y Quito.

En los 90, Alexander Mandl, uno de los hijos de Fritz con la argentina Gloria Vinelli, su cuarta mujer, hizo un acuerdo con Hugo Anzorreguy, próspero abogado de Buenos Aires y titular de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) durante el gobierno de Carlos Menem. Por ese convenio, el jefe de los espías argentinos se hacía cargo de los arreglos y los impuestos de la casona de 800 metros cuadrados. Poco después le abriría sus puertas a algunos funcionarios y ministros del gobierno nacional, así como a jueces de la Corte y al ex presidente Menem, que un par de veces llegó a La Cumbre para despuntar el vicio del golf en la paisajística cancha de 18 hoyos, ocasiones en las que fue huésped de Anzorreguy.


Entre tanto, “Alex”, a quien le fue asignado el castillo luego de un complejo juicio sucesorio que produjo nueva jurisprudencia en materia de Derecho Internacional Privado, prosiguió sin esta preocupación su vida en Barcelona, España.


NUEVO USO, NUEVA VIDA

Concluido el acuerdo con Anzorreguy, en los inicios del siglo XXI y actuando con similar criterio, el heredero convino con Guillermo “Guimi” Toribio y Carola Bargalló, el empleo del caserón como hotel boutique. Y a decir verdad acertó, porque este matrimonio de Buenos con raíces en La Cumbre, donde se conocieron en su época de adolescentes, ama el lugar y han transmitido ese sentimiento al hotel, cálido como ellos. Su entusiasmo por lo que hacen, su identificación con el sitio, sus ganas de compartir algo tan especial, llenan de vida a la casa que padeciera recurrentes soledades y abandonos.

Hoy, las cosas son distintas, los ambientes están cuidados y limpios, las chimeneas encendidas, las paredes se han pintado con criterios contemporáneos que juegan con los contrastes y las gradaciones de color, despliegue cromático al que también aportan los cuadros de algunos notorios plásticos argentinos como Miguel Ocampo, otro cumbreño por adopción.


La ambientación de la planta baja incluye la sala de recepción, el estar -y su enorme ventanal con vistas al pueblo y al valle de Punilla-, otra sala que se emplea para los servicios de desayuno y comidas por pedido y, en el extremo opuesto, el gran comedor, con una excepcional mesa redonda para dieciocho comensales.

Las generosas superficies vidriadas dejan entrar la luz y los verdes del jardín, que fluyen dentro de la casa. Los efectos ópticos desvanecen por momentos los límites físicos y la casa y su contorno se fusionan en la percepción sensorial. En su recorrido, las luces naturales modulan sombras voluptuosas en las curvas de un mobiliario cómodo y de refinado diseño.


No es casual. Varios sillones, el gran sofá a medida y el juego de comedor fueron provistos por la afamada Casa Comte de Buenos Aires, con la que trabajó -y éste es el caso- el exquisito decorador de interiores francés Jean-Michel Frank, pariente lejano de la infortunada Ana, capturada junto a su familia por los nazis en Ámsterdam, Holanda.

Aunque se lo suele identificar con el Art decó, la limpieza de líneas que caracteriza a estos muebles y el uso de maderas claras evocan ciertos diseños nórdicos. Los tapizados a un color, el uso inteligente de algún golpe de efecto cromático para evitar una homogeneidad que achataría el conjunto, hacen el resto y configuran un espacio moderno y convocante, signado por la elegancia de un clasicismo despojado de innecesarias adjetivaciones ornamentales. Vale la pena sentarse y disfrutar la calidad del ambiente o, si se mira hacia fuera, la puesta del sol, que incendia el horizonte.


Quienes gustan de la arquitectura tienen para entretenerse y gozar de una casa bien construida, de habitaciones luminosas con baños de azulejos blancos y pisos tarugados que crujen bajo los pies con un sonido de maderas añosas.

Si lo prefieren, pueden abandonarse al sol en las reposeras del parque o los sillones de la terraza posterior que mira a una quebrada hendida por el curso de “El Chorrito”, el río de conducta irregular que se alimenta de las aguas del dique San Jerónimo. En cualquiera de estos lugares, o en el bar y estar de mayor uso -ubicado entre el ingreso posterior y el living principal- se puede tomar una bebida caliente, compartir un trago o degustar un jamón serrano cortado a cuchillo por “Guimi”, cada vez más enganchado con la cocina. Tanto es así que, si se le saca el tema, se convierte en un libro abierto de gastronomía. Empezó por gusto y cocinando para los amigos, pero confiesa que aprendió en serio junto a Luisa González Urquiza, cocinera diplomada y reconocida, que tuvo entre sus maestros a Francis Mallmann e hizo un singular posgrado con su ex marido, Miguel Brascó, un santafesino de múltiples saberes, amante de la buena mesa y maestro en los placeres de la vida.


Ahora “Guimi” ofrece a sus huéspedes el producto de esos aprendizajes, y más allá de que los platos sean sencillos o complejos, lo invariable es el entusiasmo con que los prepara, el cuidado de los elementos que emplea y la calidad de lo que sirve. A los postres, entra en escena Carola, con una deliciosa variedad de sutiles platos dulces. La tarea de equipo reproduce en la mesa el resultado de un esfuerzo cotidiano movilizado por el amor a lo que hacen y el lugar donde lo hacen: El Castillo de Mandl, su hotel, su casa.


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