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Foto del escritorCharles Gutierré

La Telesita

Telésfora Santillán o Telésfora Castillo -según las versiones- era una "inocente" (poca inteligencia) que vivió a mediados del siglo pasado en la región del Salado (Departamento Figueroa, Santiago del Estero). Conocida en toda la provincia como alma milagrosa, se la llama en algunos lugares, Telesita, Tele o Telésfora. Una versión cuenta que se trataba de una jovencita de poco raciocinio, que mendigaba y murió quemada al tratar de calentarse junto a un fogón.

Otra versión la presenta como a una muchacha que sólo gustaba de bailar y que, atraída por los sones de una caja, se acerco danzando a una fogata, de donde saltó una chispa que prendió en sus vestidos y la carbonizó.

En suma, todas las leyendas coinciden en la circunstancia de la muerte trágica. La Telesita es milagrosa porque, entre otros poderes, tiene el de hacer aparecer lo perdido. Si a alguien se le extravía algo, le ofrece una Telesiada, baile con caña y música que se inicia con un chacarera... No se puede cambiar de pareja y se baila hasta caer al piso (por la cantidad de alcohol ingerido o por el cansancio).

Canal Feijóo (La expresión popular artística en Santiago del Estero) recoge la copla popular donde el que se encuentra con el alma en pena de la Telesita aprende lo que debe decir para congraciarse: - Qué andás haciendo, Telesita. - Aquí ando, pues. - A ver, bailámelo, Telesita. - Bueno, te lo bailaré. En su Romancero criollo, el gran poeta León Benarós nos cuenta la historia de la Telesita:

LA TELESITA

Santiagueño soy, señores, de aquella tierra bendita donde ya suman añares que alentó la Telesita.

y ya que el caso ha venido, permítanme que les cuente de la vida y los milagros de esa criatura inocente.

Rendidos amaneceres dormida la habrán mirado a las orillas del Dulce, por las costas del Salado.

Humildita y pobrecita, fue una casita de nada, como un brotecito tierno que pudo quemar la helada.

Donosa en su honestidad, linda al par de otras muchachas, apenas la malcubría su camisita en hilachas.

En sus grandes ojos negros iba temblando una pena. Sus dos trenzas daban marco a su carita morena.

Era, en su desasosiego, como esas estrellas puras que, SIempre por apagarse, desmayan en las alturas.

Temiendo servir de estorbo, contenta con lo preciso, vivió de la caridad, como pidiendo permiso.

Con su carguita de leña o su atadito pasaba, cuidando de no perder la limosna que lograba.

De alguna gente piadosa conseguía merecer un pedazo de tortilla, quizá de pan de mujer.

Sones de caja y violín la tienen embelesada. Su reino es la chacarera. Fuera del baile no es nada.

Allí donde escucha música, azorada se encamina. (Las pencas de los senderos no le mezquinan espina).

Ya se le enciende la luz de sus grandes ojos mudos. Ya se entrechocan de gozo sus piecesitos desnudos.

Al eco de una mudanza, con gracia se zarandea, bailando para ninguno hasta que el día clarea.

Así, danzando y cantando, libra sus penas al viento. ¡Qué pecado habrá tenido, si le faltó entendimiento!

No tiene caudal alguno. Poco pesa sobre el suelo. Será por eso que Dios le mandará ese consuelo.

¿A qué puerta llamar puede que le den sosiego y calma? ¿Qué otro consuelo hallará que bailar, solita su alma?

Sola vive en este mundo, sola a su danza se entrega; sola canta sus vidalas, sola se va, sola llega.

Pudorosa de la lumbre del sol y su reverbero, su carita le mezquina de vergonzoso lucero.

y ya un ansia la conmueve si apunta el alba rosada, desde que estira la luz su primera pincelada.

Todavía los violines llorando están sus gemidos. A vagar entre los árboles vuelve a sus lares queridos.

Dicen unos que la hallaron una mañana de hielo, tumbada sobre una acequia, con los ojos hacia el cielo.

Aunque suponen los más que, en una noche funesta, viendo el incendio de un bosque lo tomó por una fiesta.

Ciega de lo que mentían sus pupilas asombradas, las que miró como luces se le hicieron llamaradas.

Poca tarea sería para ese fuego infinito hacerla una brasa viva, envuelta en su vestidito.

En puñado de cenizas lueguito iría a parar. A quemazón semejante, ¡qué trabajo le iba a dar!

Un dijecito de plata llevaba siempre en el pelo. La conocieron por él, con el más dolido celo.

Ya murió la Telesita, en su tormento quemada. Promesantes del lugar la miran santificada.

Siete chacareras bailan a tenor de su deseo, y le dedican envites de aguardiente con poleo.

Unos le ruegan salud. Otros, con pedidos mil, que las ovejas perdidas las restituya al redil.

Unas velas de colores le encienden a la finada. La tierra fue su calvario, será el cielo su morada.

Allí, donde la humildad tiene duradero brillo, quedita se estará el alma de Telésfora Castillo.

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