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Foto del escritorCharles Gutierré

La Leyenda de la yerba mate

Mucho tiempo hacía que Yasí, la luna, miraba llena de curiosidad y de deseo desde su cielo oscuro los bosques profundos con que Tupá, el poderoso dios de los guaraníes, había recu- bierto la tierra.

Los ojos claros de Yasí recorrían la yerba fina y suave de las laderas, los altos árboles que alargaban sus sombras en la noche luciente, los ríos de aguas centelleantes, y su deseo de bajar hasta el bosque se iba haciendo cada vez más ardiente.

Entonces Yasí llamó a Arai, la nube rosada del crepúsculo, y le dijo: - ¿Quieres bajar conmigo a la tierra? Arai, la dulce compañera de la diosa, se quedó asombrada del extraño deseo de Yasí. Pero ésta siguió apremiante: - Sí. Ven conmigo, Arai. Mañana por la tarde dejaremos el cielo azul y nos meteremos por el bosque, entre los altos árboles. - Pero todos sabrán lo que hemos hecho; al llegar la noche notarán tu ausencia. Yasí sonrió mientras sus ojos brillaban burlonamente. - Sólo las nubes, tus hermanas, lo sabrán. Las llamaré, les pediré que vengan veloces y apretadas. Cubrirán todo el cielo y nadie sabrá nuestra aventura. Las palabras de Yasí convencieron a la nube rosada, y al atardecer del día siguiente, dos hermosas doncellas paseaban por el bosque solitario, mientras negras y densas nubes amena- zaban la tierra con su aspecto tormentoso. Yasí miraba entusiasmada los árboles, que ofrecían sus frutos olorosos; las ramas susurran- tes, movidas por el viento; el verde de las hojas, casi blanco cuando ella se acercaba. Yasí sintió bajo sus pies desnudos la húmeda suavidad de la yerba, y vió su hermoso rostro lunar reflejado en las aguas profundas de los ríos.

Yasí y Arai eran felices en su correría a través del bosque; pero sus cuerpos se iban fati- gando. Caminaban en la noche oscura dejando a su paso una sombra de luz. A lo lejos, en un claro del bosque, vieron una ruinosa cabaña, y hacia ella se encaminaron para buscar un poco de reposo, pues, aunque eran diosas en su morada celeste, sentían el cansancio bajo la forma de doncellas.

De pronto, sus aguzados oídos sintieron el leve chasquido de una ramita al quebrarse. Yasí volvió su rostro radiante hacia aquel lugar, y su luz iluminó a un tigre, un yaguareté que se abalanzó sobre ellas a la vez que quedaba deslumbrado por la repentina luminosidad. Las dos doncellas no tuvieron tiempo de perder su forma corpórea, pero si de hacerse rápidamen- te hacia un lado, mientras el tigre fallaba en su ataque.

Después vieron como un hombre de edad avanzada, pero con instinto y experiencia de cazador, venía en su auxilio y luchaba con el yaguareté.

El bosque quería ofrecer a las dos diosas una última y singular aventura. Aquel hombre sabía esquivar diestramente su cuerpo de las garras del tigre a la vez que le hundía su cuchillo repetidamente: sin embargo, no parecía por eso llevar ventaja sobre el animal. Con un esfuerzo nada común se lanzó por última vez sobre el yaguareté; la hoja del cuchillo brilló un momento en el aire y cayó pesadamente sobre la cabeza del tigre, que quedó sepa- rada del cuerpo.

El viejo indio había vivido remozado durante los últimos minutos que duró la lucha; parecía como si todo el vigor de su juventud hubiese vuelto a su brazo poderoso; pero, en cuanto el tigre hubo muerto, sus brazos colgaron pesados a lo largo del cuerpo, aunque la mano seguía sujetando con fuerza el ensangrentado cuchillo.

Después, con la respiración aún jadeante, sus ojos buscaron a las dos muchachas. - Ya no tenéis por qué temer – les dijo -. Ahora os ruego, hermosas jóvenes que aceptéis la hospitalidad que puedo ofreceros en mi cabaña. Yasí y su compañera aceptaron gustosas la invitación a la vez que elogiaron el valor y la destreza que el viejo indio había demostrado en la lucha. Después fueron tras él y entraron en la choza.

- Sentáos sobre esas esteras mientras aviso a mi mujer y a mi hija para que vengan a ofrece- ros los deberes de la hospitalidad, dijo el viejo.

Y desapareció de aquel lugar, mientras las dos jóvenes se miraban llenas de asombro sin atreverse a decir ni una palabra.

A su alrededor todo era ruinoso y miserable, y, si ya les había llamado la atención que un solo hombre viviese en aquellas soledades, su asombro subió al enterarse que dos mujeres vivían junto a él.

Su aventura por la tierra iba adquiriendo una serie de matices insospechados. Pero no les dió tiempo a divagar, porque las dos mujeres anunciadas, llenas de afectuosidad, entraron donde ellas estaban.

- Venimos a ofreceros nuestra pobreza dijo la mujer del viejo indio. Pero Yasí y Arai apenas si se daban cuenta de lo que les decía, pues habían quedado maravi- lladas por la hermosura de la joven, que, llena de un tímido recato, estaba ante ellas. - No tenéis que esforzaros – dijo, por fin, Yasí saliendo de su asombro – Os agradeceremos cualquier cosa que podáis ofrecernos, pues hemos caminado por el bosque desde el atarde- cer y estamos más fatigadas que hambrientas.

La joven se apresuró entonces a traer unas tortas de maíz que, guardadas sobre el rescoldo de la lumbre, habían conservado su tibieza y blandura. Pero lo que las dos diosas no supieron en aquel momento, ya que bajo forma humana habían perdido algunos de sus poderes divinos, era que aquellas sabrosas tortas estaban hechas con el único maíz que quedaba en la cabaña.

Durante un buen rato el viejo matrimonio y la hermosa doncella procuraron hacer grata la estancia de las diosas; pero Yasí permanecía un poco ajena a lo que decían. Encontraba tan fuera de lo natural que aquellas tres personas viviesen allí, alejadas de los demás hombres y expuestas a los peligros de las fieras, que no podía apartar la idea de que en todo ello había algún misterio.

Y, no pudiendo más en su curiosidad, pregunto, por fin, procurando que sus palabras no de- jasen ver su deseo, sino más bien como quien pregunta algo al azar: - ¿Hay alguna otra cabaña cerca de ésta? - No – contestó el viejo indio -; vivimos aquí completamente aislados de los demás hombres. No, hay ninguna cabaña próxima. - ¿Y no sentís temor en estas soledades? – inquirió de nuevo Yasí. Pero el viejo, sabía callar lo que le interesaba y respondió evasivamente: - No, no, ninguno. Hemos venido aquí a vivir por nuestro gusto. Después se levantó, no sin cierta ceremonia en sus ademanes y dijo: - No quisiera fatigar a quien se acoge bajo nuestro techo, pues Tupá mira con desagrado al que no cumple dignamente la hospitalidad con sus semejantes. Por tanto, os dejaremos re- posar lo que queda de la noche.

Mañana, si vuestro deseo es abandonar estos bosques, os acompañaré hasta donde no exista ningún peligro.

Y, una vez dicho esto, salió seguido de su mujer y su hermosa hija. Cuando Yasí se vió nuevamente a solas con Arai dejó que su clara luz iluminase la estancia, pues desde que encontraron al indio en el bosque la había replegado y oscurecido sobre sí misma para no descubrirse. Después oyó que Arai le decía: - ¿Qué hacemos ahora, Yasí? ¿Volvemos a nuestra morada y dejamos que esta gente crean que nuestro encuentro ha sido un sueño ?

Yasí movió negativamente la cabeza. - No, no, Arai. Estoy llena de curiosidad por saber cuál es el motivo que les ha hecho re- tirarse a estas soledades y encerrar con ellos a esa hermosa joven. Y, si no logramos que nos lo digan, nuestro poder no es suficiente para adivinarlo. Esperemos a manaña.

Arai no acababa de sentir la curiosidad de Yasí; pero era amiga de la pálida diosa, y acce- dió a su deseo, aunque no le agradaba mucho pasar la noche en la ruinosa cabaña. Llegó la nueva luz, y con ella Yasí anunció al viejo que había llegado el momento de mar- char.

- Esperamos – le dijo – que, así como os habéis comportado con nosotros tan amablemente, nos acompañiéis, según dijistéis, hasta el linde del bosque. Pero no hacía falta que la diosa le recordase su promesa, pues el hombre era hospitalario y veraz, y se puso en seguida a disposición de sus deseos. Salieron la mujer y la hija a despedir a las dos aventureras doncellas; que, acompañadas del viejo, emprendieron el camino. Apenas se habían apartado del claro

del bosque donde estaba la cabaña, cuando Yasí, con toda su fría astucia, intentó que su acompañante les dijera lo que tanto deseaba. Pero el viejo había intuído el deseo de la joven, y, atribuyéndolo a curiosidad propia de mujer, se decidió a satisfacerlo, y le dijo: - Hermosa doncella, bien veo que os ha llamado la atención el alejamiento en que vivo con mi mujer y mi hija; mas no penséis que hay en ello ningún motivo extraño.

Yasí, que había empezado a regocijarse con las primeras palabras del viejo, sintió el temor de que éste no continuase, al ver que hacía una pausa en su comenzado relato. Entonces Arai, la rosada nube, hizo un intento para que el deseo de su amiga quedase satis- fecho, y preguntó: - ¿Y hace mucho tiempo que vivís en el bosque? - Si, ya hace bastante, y no puedo quejarme de esta soledad, porque ella me ha dado la tranquilidad que empezó a faltarme cuando vivía entre los de mi tribu.

Entonces el viejo indio, ya dispuesto a la confidencia, contó a las dos jovenes el motivo por el que se había retirado a vivir en la humilde cabaña donde ellas le habían acompañado. Durante su vida juvenil había vivido junto a los de su tribu, una tribu como las muchas que estaban en las proximidades de los grandes ríos, dedicadas a la caza y a la lucha.

Allí conoció a la que fué su mujer, y su alegría no tuvo límites el día en que nació su hija, una niña tan llena de hermosura, que aumentaba el gozo natural de sus padres. Pero esta alegría se fué trocando en preocupación a medida que la niña fué creciendo, pues era tan inocente, tan llena de candor y tan falta de malicía, que el padre empezó a temer el día en que perdiera tan hermosos atributos.

Poco a poco, el desasosiego, la inquietud y el temor invadieron el espíritu del indio hasta que determinó alejarse de la comunidad en que vivía para que en la soledad pudiese su hija guardar aquellas virtudes con que Tupá la había enriquecido.

- Abandoné todo lo que no me era necesario para vivir en el bosque – dijo el viejo – y, sin decir a nadie hacia dónde iba, huí como un venado perseguido, hacia la soledad. Desde en- tonces vivo allí. Sólo el cariño que tengo a mi hija pudo hacerme cometer esta especie de locura. Pero soy feliz, vivo tranquilo.

Calló el viejo y ninguna de las dos supo qué contestarle. Entonces Yasí, viendo que el lin- de del bosque estaba cerca, le pidió que las dejase, después de prometerle que a nadie le hablarían de su encuentro.

Accedió el viejo indio, y, una vez que Yasí y Arai se vieron solas, perdieron sus formas humanas y ascendieron a los cielos. Pasaron algunos días, en los que la pálida diosa no podía olvidar las aventuras y sobre todo el encuentro que había tenido en el bosque, y, observando al viejo indio desde su so- ledad celeste, comprendió todo el valor de la hospitalidad que aquél les había ofrecido en su cabaña, pues vió que las tortitas de maíz, de que tanto gustaban todas aquellas tribus, habían desaparecido de su alimento.

Era indudable que las que les fueron ofrecidas habían sido las últimas que tenían. Entonces una tarde, volvió a hablar con Arai y le contó lo que había observado.

- Yo creo – dijo la nube sonrosada – que debemos premiar a aquella gente. ¿Qué te parece, Yasí? - Lo mismo he pensado yo, y por eso he querido hablar contigo. Podríamos hacer, ya que el viejo tiene ese cariño por su hija, tan fuera de lo común, que nuestro premio recayese sobre la joven.

- Has pensado bien, Yasí. Y como fué tan hospitalario, y sabes que Tupá se alegra de que los hombres sean de ese modo, tendremos también que demostrárselo.


Desde aquel momento, las jóvenes diosas se dedicaron con afán a buscar un premio adecuado. Por fin, se les ocurrió algo verdaderamente original y, con el mayor secreto, se decidieron a ponerlo en práctica. Para ello, una noche infundieron a los tres seres de la cabaña un sueño profundo, y, mientras dormían, Yasí en forma de blanca doncella fue sembrando, en el claro del bosque que delante de la choza se extendía, una semilla celeste.


Después volvió a su morada, y desde el cielo oscuro iluminó fuertemente aquel lugar, a la vez que Arai dejaba caer suave y dulcemente una lluvia menuda que empapaba amorosamente la tierra. Llegó la manaña, Yasí quedó oculta bajo el sol radiante, pero su obra estaba concluída. Ante la cabaña habían brotado unos árboles menudos, desconocidos, y sus blancas y apretadas flores asomaban tímidas entre el verde oscuro de las hojas.

Cuando el víejo indio despertó de su profundo sueño y salió para ir al bosque, quedó mara- villado del prodigio que ante la puerta de su choza se extendía. Desde ella estaba quieto y silencioso queriendo comprender lo que había sucedido, pero a la vez con un soterrado temor de que sus ojos y su mente no fuesen fieles a la realidad.

Por fin, llamó a su mujer y a su hija, y, cuando los tres estaban estáticos mirando lo que para ellos era un prodigio, otro mayor acaeció ante sus ojos y les hizo caer de rodillas sobre la húmeda tierra.

Las nubes, que desperdigadas vagaban por el cielo luminoso, se juntaban apretadamente y lo tornaron oscuro, al mismo tiempo que una forma blanquísima y radiante descendía hasta e- llos.

Yasí, bajo la figura de doncella que habían conocido, les sonreía confiadamente. - No tengáis ningún temor – les dijo -. Yo soy Yasí, la diosa que habita en la luna, y vengo a premiaros vuestra bondad. Esta nueva planta que veis es la yerba mate, y desde ahora para siempre constituirá para vosotros y para todos los hombres de esta región el símbolo de la amistad. Y vuestra hija vivirá eternamente, y jamás perderá ni la inocencia ni la bondad de su corazón. Ella será la dueña de la yerba.

Después, la diosa les hizo levantar del suelo donde estaban arrodillados, y les enseño el modo de tostar y de tomar el mate.

Pasaron algunos años, y al viejo matrimonio le llegó la hora de la muerte. Después, cuando la hija hubo cumplido sus deberes rituales, desapareció de la tierra. Y, desde entonces suele dejarse ver de vez en cuando entre los yerbales paraguayos como una joven hermosa y rubia en cuyos ojos se reflejan la inocencia y el candor de su alma.

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