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Foto del escritorCharles Gutierré

La Difunta Correa


Los milagros ocurren. Los milagros son frecuentes. Los milagros no están sujetos a concursos de personas con influencias en el mundo social. Los milagros son obras de Dios. Y El actúa independientemente de quien pueda comprender, legalizar o autorizar sus obras.

Esta es la historia de un milagro de amor sucedida hace mas de un siglo en San Juan, Argentina.

En los tiempos en que los países América luchaban por insertarse en el mundo como soberanos de su destino, luchas internas por formas de gobierno, ideales a cumplir, guerras que sufrir, hacían que muchas almas dejaran su vida por un ideal y una obligación patriótica, a pesar que eso supusiera dejar atrás el amor y tranquilidad de un hogar. En Argentina, por esos tiempos, se vivía una fractura entre los Unitarios y los Federales, dos bandos de argentinos que querían dos formas de gobierno muy diferentes. Los unitarios, descendientes de familias aristocráticas, querían que hubiera un solo gobierno en toda la nación y desde la ciudad en la que se asentara ejercería su dominio, mientras que los federales en su mayoría pueblerinos y campesinos, deseaban un país pluralista, en donde cada provincia o estado argentino tuviera un gobierno autónomo que respondiera a otro centralizado en una capital federal. Fue una guerra civil que debilitó al país, pues bien sabido es esto, cuando no hay unión cualquiera tiende a dominarlos.

"Los hermanos sean unidos, esa es la ley primera, tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera" (José Hernández)

Durante esas luchas internas vivió Deolinda Correa. Ella ayudaba a los soldados curando heridas, alimentando a los más desposeídos y auxiliando en cuanto pudiera en la batalla de Angaco, una de las batallas entre federales y unitarios.

Su esposo, Baudilio Bustos, fue reclutado para luchar a las órdenes de Facundo Quiroga, caudillo de la provincia de La Rioja, en el año 1835. Fue llevado forzadamente allí dejando a su esposa y pequeño hijo en San Juan. María Antonia Deolinda Correa, sufría porque presentía que no lo volvería a ver más, además del horror que se vivía por esos años durante la guerra civil argentina, la desesperanza y la ausencia de su amado esposo, hizo que tomara la desición de ir a La Rioja a reunirse con él, a costa aún de tener que cruzar una gran distancia entre San Juan y La Rioja.

Se vistió con un vestido de color rojo, guardó en un baúl, ropas suyas y del bebé, vistió al pequeño y se fue caminando. Pidió consejo a un anciano que conocía la ruta que iba hacia La Rioja y éste le recomendó que fuera siempre hacia el este, bordeando los algarrobos que allí crecen hasta llegar al valle fértil. Ese era un lugar donde el agua hacía crecer hermosa vegetación plena de flores, un lugar de descanso, pero desde allí podría llegar a su destino. Antes, debería cruzar una enorme zona árida, donde no crece nada, salvo alguna planta del desierto.

Caminó 62 kilómetros, con su valija a cuestas, su pequeño hijo, con sed, hambre y soportando el viento helado de las montañas. Caminó hasta quedar exhausta, ya no pudo más seguir y allí en un lugar inhóspito cayó sin fuerzas a merced de la naturaleza y de Dios que se apiadaría de ella y su hijo. Días después, unos gauchos pasaban por aquellos parajes y viendo que sobre una loma revoloteaban un grupo de buitres al compás del llanto de un bebé, se acercaron y descubrieron una triste e inolvidable escena. Una mujer muerta desde hacía varios días, aún amamantando a su hijo.

Los hombres recogieron al pequeño y sepultaron a la mujer construyendo con ramas gruesas una cruz escribiendo el nombre de Difunta Correa, porque en su cuello llevaba una medalla con ese apellido. Se fueron a Caucete, el pueblo más cercano y allí se conoció la historia que causó tanta pena, aflicción y asombro entre los pobladores.

La historia del milagro se esparció velozmente y poco a poco se fue convirtiendo aquel paraje en lugar de peregrinación de todos aquellos que vieron en ese hecho la mano de Dios.

La Difunta Correa, así conocida hasta hoy es todo un símbolo para el pueblo argentino y sus países hermanos de América, pues no nos debemos olvidar que no todo está perdido, aún en los peores momentos, cuando el dolor y la separación hagan estragos en el alma, cuando todo sea oscuridad, frío y depresión, una luz de esperanza y vida trae el consuelo cuando uno no se olvida de Dios.

Son innumerables los relatos de favores y milagros ocurridos en San Juan por intercesión de Deolinda Correa, son miles las personas que en la actualidad llegan hasta su santuario para dejar sus ofrendas y agradecimientos por los favores obtenidos. Personas de todos los niveles sociales llegan para agradecer por una enfermedad inexplicablemente curada, por un embarazo feliz, por un casamiento, por la salvación de alguien en momentos de peligros, etc. En el santuario pueden verse objetos increíbles, desde unas zapatillas de alguna bailarina famosa como algún objeto de oro dejado por algún fiel. Todos llevan una botella de agua, como ofrenda simple, lógica y buena para alguien que murió de sed no olvidándose de su hijo a quien siguió alimentando aún después de muerta.

© Miguel Ángel Arcel

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