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Un viaje en Taxi

Apoyado en su muleta, el encargado de la parada de taxis intentaba ordenar la fila de pasajeros sobre la angosta vereda de calle Deán Funes.


–¡Taxi!… ¡Taxi!… –vociferaba el rengo procurando llamar la atención de los vehículos desocupados que serpenteaban en el tráfico.


A esa hora, la estratégica esquina céntrica ya se había convertido en un loquero de bocinas e insultos y la humareda de los ómnibus se encajonaba contra el paredón de la iglesia Santo Domingo.


Hacía tiempo que el empresario aguardaba su turno. La situación lo había puesto nervioso, no estaba acostumbrado a esperar. Debía llegar urgente al taller mecánico para buscar su rural Ford antes de que cerraran y de allí regresar a su casa en barrio Jardín. Esa noche había invitado a cenar al gerente del banco con el que operaba su empresa y sería un papelón no estar a tiempo para recibirlo. Además, si no retiraba la rural, no podría viajar al campo ese fin de semana.


–Solamente hay que regularle el embrague –Le había dicho el mecánico–. Búsquela temprano. Cerramos a las ocho.


–¡Taxi! ¡Taxi! –Continuaba voceando el rengo.

Finalmente llegó su turno.

–¿Adónde vas, varón? –Le preguntó atrevidamente el taxista mientras aumentaba el volumen de la radio y, de un manotazo, bajaba la bandera del reloj para que comenzaran a caer las fichas.


–Buenas tardes… –dijo parcamente, intentando poner freno al exceso de confianza del taxista–. Voy hacia el puente La Tablada. Suba por 27 de Abril y tome Fragueiro hasta la Costanera, más adelante le indico.


Después de acomodar su elegante sobretodo, abrió el diario para verificar los abultados índices inflacionarios pero le fue imposible: el mal estado de las calles y el brusco manejo del conductor se lo impidieron.


Durante las primeras cuadras observó al taxista con recelo. Su actitud era agresiva, casi salvaje.


Hundido y retirado hacia atrás en su butaca, parecía imposible que desde esa posición pudiera alcanzar la pedalera. Cada vez que detenía la marcha frente a un semáforo, movía la cabeza en semicírculo para relajar su cuello e, inmediatamente, estiraba los nudillos haciéndolos crujir frente al volante. Para colmo de males, manejaba con la ventanilla abierta, dejando colgar el brazo izquierdo fuera del automóvil. Un fuerte olor a transpiración se arremolinaba en el interior del vehículo haciendo irrespirable el ambiente.


Pero lo que más le irritaba era su manera de tocar bocina. Primero, repiqueteaba nerviosamente sus dedos sobre una medallita de la Virgen del Valle atornillada al tablero. Después, descargaba su bronca, de manera brusca y repetida, sobre un pequeño pulsador fijado con cinta aisladora al barral de dirección.


En realidad, no tenía intención de dirigirle la palabra. Sin embargo, al llegar a Humberto Primo, próximos a tomar la Costanera, intuyó que algo extraño lo unía al taxista; como si ambos formaran parte de una misma y rutinaria dimensión. Entonces, sin poder contenerse,  comentó:


–¡Qué tráfico, amigo! Con un día así cualquiera se vuelve loco ¿no?

–No te creas, hermano. Hay días peores. Lo que pasa es que estoy hecho mierda, vengo de los tribunales de arreglar un quilombo con el abogado de mi señora. Estamos terminando los papeles del divorcio… Tenemos dos hijos, sabés, ese es el problema. Una nena de doce y el varón de ocho. Con el pibe no hay drama, somos compinches; pero la nena está del lado de la madre…


Frenaron bruscamente frente al último semáforo. El taxista sacó de la guantera un cartón doblado en el que llevaba las cuentas y anotó algo. Antes de continuar, miró al pasajero por el espejo retrovisor y, bajando el volumen de la radio, le dijo ya en confianza:

–Mirá, hermano, estos abogados son tan hijos de puta que si no fuera por mi señora, mejor dicho mi ex señora, ahí mismo en el Juzgado, lo reventaba a trompadas. Encima, mariconazo el vago. Le pegué un apuradón y se fue al mazo. No me dijo ni bosta. ¡Qué broncón me agarré! ¿Te das cuenta lo que son estos guasos? Lo único que les importa es la guita. ¿Vos creés que fue capaz de tratar de que nos arregláramos con la Flaca? Quería terminar rápido con el juicio para chapar algo de mosca y la familia que se joda. ¡Qué te parece…!


En un momento dado, el vago quiso relajarme y estuve a punto de meterle un puñete. Por suerte intervino el secretario del Juzgado y me tuve que quedar en el molde, sino seguro que terminaba en cana. Al final, como no quería armar más quilombo, le pedí que me dejaran hablar a solas con la Flaca. Antes que firmáramos el acta conversamos en un rincón del despacho. Entonces le dije despacito, para que nadie escuchara: “¡Martita, dejate de joder! ¿No querés que nos arreglemos? Para qué les vamos a regalar la guita a los cuervos.” Pero la Flaca no quiso saber nada y comenzó a levantarme la voz: “¡Estás loco, Javier! ¿Cómo querés que nos arreglemos si vos hace un año que andás con esa pituca de barrio Jardín?” La verdad es que la Flaca tenía razón, pero me hizo calentar.


No le iba a permitir que me basureara delante de la gente, así que la paré en seco y le dije: “Mirá, Marta. ¿Te la aguantás o no te la aguantás?” “No, no me la aguanto”, me contestó con bronca.


Entonces la eché a la mierda y ya no hubo ningún arreglo. ¡Qué querés que hiciera, hermano!


A la altura de la Cervecería Córdoba, el taxista comenzó a zigzaguear entre camiones, ciclistas y un par de peatones desprevenidos que intentaban cruzar la calle para mirar los patos en el río. No paraba de hablar y metía la trompa del auto en cuanto resquicio de tráfico encontraba. Ya lo habían insultado varias veces pero, sin importarle nada, les respondía levantando un dedo.


Finalmente, como si conociera de toda la vida al empresario, le confesó:

–La verdad, hermano, es que la Marta tiene razón. Lo que pasa es que la mina que me estoy comiendo es un camión. No te imaginás la hembra que es, de lo mejor del barrio. El marido es un empresario conocido. Si te digo el apellido te morís… La semana pasada, cuando el tipo estaba de viaje, me invitó a su casa. ¡Vieras qué casa, hermano! Después de chuparme unos güisquis, la escuché que hablaba por teléfono con el machito que tenía antes. Te juro que ni le pregunté quién era, che; le metí un cachetazo tan fuerte que la dejé haciendo trompito. No lo vas a creer, cada día que pasa me da más bola… Mirá, el domingo pasado se me había roto el tacho y yo quería llevar a los chicos a las sierras. ¿Sabés lo que hizo? Me prestó una rural Ford que el marido usa para ir al campo. A pesar de que le patinaba un poco el embrague, nos fuimos hasta Nono por el camino de las Altas Cumbres… Lo que pasa es que las minas están locas. Tienen bosta en la cabeza, hermano.


El empresario intentó abrir la ventana para tomar un poco de aire pero fue inútil, la manija no existía.

Llegando al puente de La Tablada, el chofer le preguntó:

–¿Dónde me dijiste que ibas, varón?

Sin salir de su estupor, logró decir:

–Doble a la derecha al final del puente y dejemé a mitad de cuadra.


No quería llegar hasta la puerta del taller y que el taxista viera la rural. Eran demasiadas coincidencias. Una vez más prefirió quedarse con la duda.


Durante los últimos metros, una forzada sonrisa comenzó a lastimarle la cara.


Finalmente el taxista detuvo la marcha y controló las fichas que marcaba el reloj. Sin consultar la tabla de conversión, le dijo de memoria:

–Son veintidós mil, pero si no tenés cambio, dame veinte, nomás.


Pagó, y sin decir una sola palabra, descendió del auto. Había caminado unos pocos pasos cuando el taxista se asomó por la ventanilla para preguntarle:

–Varón, te enculaste por algo. ¿No serás abogado vos…?

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