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Los días de pesca en la laguna de Pierino

Por Juan Alberto Martinengo jamturismo@yahoo.com.ar

La laguna de Pierino. Así la llamábamos todos quienes vivíamos en Serrano y en varias comunidades cercana a la misma. Se programaba con anticipación la ida hacia esa mítica laguna, en donde como niños tejíamos historias de animales enigmáticos, grandes peces, luces en la noche y demás.

Con mis hermanos armábamos las líneas y cañas pensando en traer llena la caja del rastrojero de pescados. Las lombrices llenaban las latas, y nuestras ansias de ver en cada una de ellas un pescado, tarariras, bagres, plateadas y el sueño de pescar un pejerrey gigante.


El día llegaba, mi padre conducía la camioneta que se caía a pedazos, pero que todavía andaba. Los caminos a pesar de estar llenos de guadal, nos parecían maravillosos.


Mis hermanos conmigo viajaban en la caja del rastrojero, mirando lechuzas, búhos, teros, chingolos, tratando de acertarles con la gomera e incluso pensando que lograríamos nuestro cometido.

Llegábamos al campo, nos recibían José, Catalina, Juan y Jorge. En la casa hasta los pisos eran de tierra, el techo estaba cubierto de cañas para hacerla más fresca, el agua la proveía una bomba a mano, el lugar era único, casi un castillo para nosotros.


Era la antesala hasta llegar a la laguna de Pierino. Almorzamos ese día con unos bifes riquísimos cocidos en una cocina a leña, más pan casero, y como cierre un flan casero.


Nuestros padres nos recomendaban hacer una pequeña siesta antes de ir a bañarnos a la laguna, casi nunca obedecíamos, la ansiedad nos movilizaba en gran manera, casi como teniendo hormigas donde no da el sol..


A las tres de la tarde emprendíamos el viaje, veíamos unas martinetas, libres, zorros, e incluso para nuestra alegría casi llegando al lugar esperado, bandadas de patos, gallaretas, espátulas rosadas y flamencos, era un festival para nuestros ojos, corazón y espíritu.


Tras las recomendaciones de nuestros padres, llegaba la libertad acotada por estar siempre cerca de ellos, pero libertad al fin.


Nos bañábamos, saltábamos de alegría, pescábamos unas pequeñas mojarritas, prometíamos volver a buscar el gran pez, y jugábamos como si fuera el ultimo día de nuestras vidas.


Pasé hace unos años por el lugar. El avance humano hizo desaparecer mucho de lo vivido, pero a pesar de esto nunca estos hermosos recuerdos se borraran del corazón de Hugo y Patricia, mis hermanos, y del mío.

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