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Historias de mi pueblo: Ana Maria y Susana Saizar


Sergio RECARTE Publicado en el Boletín Beti Aurrera N° 101

Ana Maria y Susana Saizar. Foto: Familia Saizar.

Justino Saizar partió hacia Argentina desde el puerto de Barcelona. Con 18 años recién cumplidos, dejaba atrás su aldea vasca para nunca más volver. Al otro lado del mar un horizonte de esperanza le habría los brazos. De esto han pasado 81 años y desde entonces una pequeña historia de nostalgias y de emociones anida en los corazones de quienes son las hijas de Justino. La aldea guipuzcoana de Berástegui, en aquella mañana otoñal vio partir a un hijo de sus entrañas. Con el pasaporte recién sellado por el cónsul argentino del cercano San Sebastián, el joven Justino Saizar dio el último abrazo a su madre viuda, se despidió con una triste mirada del caserío que lo vio nacer y emprendió el definitivo rumbo a la Argentina, allí en aquellas lejanas tierras donde ya se encontraban tres hermanos suyos. El tiempo ha pasado, con sus sinsabores y alegrías, con sus días soleados y con sus días grises. Alrededor de una mesa con viejos papeles sobre ella, únicos hilos más allá de los recuerdos imborrables que unen al pasado, se encuentran Ana María y Susana Saizar, dispuestas a hurgar en la memoria aunque por momentos, al hacerlo se dañen el alma. “Nosotras sentimos mucho la ausencia de nuestro padre, él falleció cuando éramos muy niñas. Al faltar, nuestra pobre madre tuvo que hacerse cargo de todo y eso fue duro, muy duro”. Pero como toda historia, ésta tiene un punto de partida. Vayamos a ella de la mano de Ana María y Susana.

Familia Saizar en Euskal Herria. Foto: Familia Saizar. “Nuestro padre era el menor de 8 hermanos y al cumplir los 17 años toma la decisión de partir hacia Argentina, lo hace para evitar hacer el servicio militar y el peligro de ser destinado a la guerra (aún estaba en la conciencia de muchos el desastre de Anuual y los enfrentamientos del ejercito colonial español contras las tribus del norte de Marruecos no había cesado) y para cambiar su vida e ir en búsqueda de un mejor porvenir”. Como prueba, me exhiben un certificado que en letra mayúscula nos dice: Acta de Consentimiento Materno para Traslado de Residencia a la República Argentina, un amarillo papel gastado por el paso de los años con una nítida fecha; 14 de marzo de 1929, señalando el día donde una angustiada madre parada frente al Juez Municipal, el mismo que había asentado el nacimiento de todos sus hijos, daba la autorización para que Justino Saizar Olaechea sea uno más en la familia en abandonar el hogar y la diaria pobreza de aquella aldea rural guipuzcoana. Y así, meses después, precisamente el 18 de octubre de ese año, Justino, ya lejos de su caserío, tan lejos como nunca había llegado a estar, ve perderse la ciudad de Barcelona desde la cubierta del vapor Conte Rosso tras las tenues brumas del Mediterráneo. Él y su soledad emprendían la aventura como muchos de sus paisanos, de atrapar un futuro mejor al otro lado del mundo, para ello le bastaba un exiguo equipaje y la férrea voluntad sustentada en las fuerzas de sus brazos. “No sabemos si al llegar a Buenos Aires, lo estaba esperando su hermano José Joaquín, lamentablemente hay muchos pasajes de su vida que nosotros ignoramos, pero lo que sí sabemos que tras una breve estadía en Buenos Aires, se dirige a Elordi (en las cercanía de General Villegas) porque allí estaba una tía suya, una hermana de su madre, seguramente toma esa decisión impulsado por el gran cariño que sentía por la familia Olaechea”. “Sabemos, —y al recordarlo, tanto Ana María como Susana no ocultan su gratitud—, que la primera casa que le abrió sus puertas fue el hogar de Agustín Echave, y nosotras por esa razón siempre les estaremos muy agradecidas”. A esta altura del relato, ambas hermanas van sintiendo el impacto de los recuerdos y una intensa emoción se evidencia en sus ojos humedecidos donde a punto están de aflorar las lágrimas.

Justino Saizar. Foto: Familia Saizar. “Nuestro padre rápidamente comenzó a ejercer el oficio de tambero en los campos de Elordi, trabajo no le faltaba. Era muy robusto, con una honestidad a toda prueba y muy trabajador, además era extremadamente cariñoso con su familia y por ello, decide en su momento viajar hasta Fortuna, en San Luis, porque allí él sabía que se encontraban viviendo sus hermanas Genara y Agustina a quienes no las veía desde que abandonaron Berástegui, el pueblo donde nacieron. Al llegar a Fortuna y hacer las averiguaciones del caso, se produce el ansiado encuentro. Tantos años habían transcurridos que a Justino le costó reconocer a Genara, así nos contaba siempre mamá, porque la alegría que le produjo ése reencuentro fue evocada en reiteradas ocasiones por papa”. Las dos hermanas se van aferrando con fuerza a los escasos recuerdos que atesoran sobre su padre, pero tienen la amabilidad de contarlos, abiertamente, con una dolorosa carga de emotividad. “Papá se enamora de mamá, ella era prima suya, se llamaba Ana María Rodríguez Olaechea, tenía 28 años y él 38 años” y en ese punto Ana María me muestra orgullosamente una alianza que lleva consigo. “Este es el anillo de boda con una fecha: 30 de abril de 1949”. Y el relato continua: “ya casado, papá, quizás aconsejado por amigos suyos, decide ir a trabajar a Buenos Aires, mamá por entonces, estaba embarazada de María Luisa, nuestra hermana mayor, corría el año 1950 y sabemos que estuvo trabajando en la metalúrgica Santa Rosa y en la fábrica Dante Martiri y fijaron residencia en La Tablada, pero no era vida para él, no le gustaba el movimiento de una ciudad enorme y prefirió regresar nuevamente a Elordi y continuar trabajando de tambero”. Los recuerdos sobre su padre, son para Ana María y Susana informaciones cargadas emocionalmente, grabadas a fuego en sus cerebros. “Papá al regresar de Buenos Aires retoma su oficio de tambero y trabaja en el campo de Legascue, pero el vicio de fumar le estaba dañando los pulmones, y por esa causa, ya con terribles dificultades para respirar, fallece. Su deceso ocurrió el 25 de junio de 1955 y cuando esta desgracia nos golpea, cuenta Ana María, nuestra hermana mayor, María Luisa, tenía cinco años, yo cuatro años y Susana tan solo 8 meses”.

Ana María Rodríguez Olaechea y su hija Susana en el centro vasco. Foto: Familia Saizar. Llegado a esta altura de la entrevista, Susana no puede ocultar su pena que se hace palpable en el rostro. “Sabemos por mamá, ella ya no está con nosotras, que fueron momentos dolorosos. Ella tuvo que comenzar a trabajar para afuera, la pobre tenía varias casas de familia que atender pero nunca se quejó, como nuestro padre, era muy trabajadora, la verdad, que yo siento una enorme tristeza al hablar de estas cosas, pero la familia de mi madre nos ayudó bastante”. Una situación sin duda penosa que en palabras, tanto de Susana como de Ana María, “nos ha dejado valores sólidos de vida. Nuestros padres fueron personas, no solamente muy trabajadoras, sino honestos a carta cabal. Siempre tenemos presente la advertencia de mamá; sean honestas, jamás tomen algo que no sea suyo y trabajen, siempre trabajen...” Como despedida, las hijas de Justino y de Ana María, me transmiten la esperanza, deseada y acariciada como un viejo sueño, de poder viajar algún día al País Vasco “y acercarnos a Berástegui, esa aldea donde nacieron nuestro padre y tíos, quizás tendremos la suerte de reencontrarnos con familiares. La verdad que sería hermoso si así ocurriera”. Las dos me despiden en la puerta, no sin antes agradecer al centro vasco la oportunidad que han tenido de hablar y hasta de emocionarse con los recuerdos de sus padres. Al marcharme, sentí que lo hacía conmovido, sus sentimientos habían logrado unirse a los míos en ese tiempo compartido con las hijas de Justino y Ana María. Gracias a las dos. FUENTE: http://www.euskonews.com/0535zbk/kosmo53501es.html

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