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Historias de Germania: Siesta pueblerina.-

Por: Eduardo Minervino (*) Al escribir las historias de Germania, los recuerdos no son objetos. Y en ellos suele haber dolor. O alegría. No recordamos generalmente aquellas situaciones neutras, porque no dejan huellas, entre ellas las siestas robadas. La verdad es que hay pocas cosas tan universales como la siesta, que no es patrimonio de nadie y lo es de todos, porque la siesta es esa especie de recreo corto que sirve para encarar con otra fuerza la mitad del día que falta, la siesta es la oportunidad de parar y empezar de nuevo. La siesta, tantas veces definida desde la ciencia, tiene también su costado de todos los días, es casi un modo informal de dormir, de estirarse hasta con los zapatos puestos, de roncar sentados en un sillón y hasta de ver alguna escena llamativa como cuando veía a mi padre dormirse con el diario en la cabeza, supongo para no ver la luz, y cuando respiraba, el diario parecía levantar vuelo. Qué buenas son las siestas, qué sagradas son para algunos, qué necesarias para otros, reconfortantes y reconstituyentes de las energías perdidas en la mitad del día que ya pasó. Claro, algunos hacen de las siestas algo sagrado pero en realidad tuvieron una mañana poco productiva. Y están los otros, los que creen que las siestas son una pérdida de tiempo, que seguir sin parar es un mejor modo de dormir a la noche de un tirón. Y la siesta en el campo y la ciudad cambian sustancialmente, los horarios son tan rigurosos en las grandes urbes que la siesta no es tan sagrada porque depende de mil cuestiones, del trabajo, del tránsito, de las obligaciones, de los cierres de los bancos. En el interior, en cambio, es casi inalterable, no se trabaja de siesta en los campos, se trabaja mejor al amanecer, por lo tanto quienes viven allí saben que el horario lo ponen ellos, que un buen almuerzo es el paso previo a una siesta contundente y que salvo el ruido de campo, nada podrá interrumpir el descanso. Las enemigas más despiadadas de la siesta eran las moscas, combatidas en aquellos tiempos con el flit, con aroma a querosene, expulsado de su continente por la tradicional máquina a pistón,  que todavía se sigue usando en algunas casas. O las tradicionales “paletas”, accionadas a puro brazo, y que cuando el “mosquicidio” tenía éxito, los restos mortales del molesto insecto volador, quedaban estampados sobre alguna superficie plana. Y así como estamos quienes, habiendo crecido entre los “dormilones”  creemos que la siesta es vital para poder seguir, admito que de niño no había peor castigo que el hecho de ir a dormir la siesta, era como interrumpir planes de juegos y travesuras hasta que el primero de los mayores diera la señal de que ya no había movimiento en la casa. Bastaba esa señal, para saltar de la cama, ponernos las zapatillas y salir de raje. El primer obstáculo fácil era la ventana del cuarto. Luego tenía que saltar el tapial, alto, de ladrillos a la vista, que daba al baldío donde, de vez en cuando, llegaba alguna calesita. Mis amigos se escapaban también  y más o menos a la hora del final de siesta todos estábamos de  regreso, con la mejor cara de no haber dormido un segundo, pero en el mismo lugar donde nos habían dejado. De todos modos, estoy seguro que nuestros padres jamás creyeron que habíamos estado todo el tiempo en cama. Con los atorrantes de los amigos, teníamos lugares precisos de encuentro. Estos dependían de la estación, verano o invierno.  En Germania, el de mi niñez, hacía muchísimo calor en verano.  Era un tiempo de sequía o al menos de lluvias escasas. Todavía no había asfalto y los días de viento, venían rodando, casi como en las películas de “cowboys”, rollos de morenita, una planta pequeña, siempre seca, que usábamos para las grandes fogatas de San Juan y San Pedro, una de las festividades que reunía a todo el pueblo alrededor de los grandes fuegos que se hacía en cada barrio. Para nosotros era un gran juego .Y cantábamos ¡Viva San Juan y San Pedro, la cola del gato negro! Claro está, mi abuela Josefina, una irlandesa muy católica, trataba de que entendiera el valor religioso de la fiesta. Cada 29 de Junio, después de haber recolectado y acarreado durante semanas toda clase de elementos combustibles, llegaba el momento culminante: los pibes de cada barrio encendíamos nuestras "fogaratas". No se trataba de simples fogatas, como las que hacen quienes están de campamento, o cualquiera que quiere quemar hojas o simplemente entrar en calor. La "fogarata" es un rito religioso (Finalmente mi abuela me había convencido) y conserva ese carácter aun cuando quienes la preparan, la encienden y la disfrutan en esa noche mágica, ignoren lo que en ese día se conmemora y celebra. Para los cristianos, la fiesta de San Pedro y San Pablo, el primer Papa y el gran Apóstol de los Gentiles. Según la tradición, ambos fueron ejecutados alrededor del año ´67, por orden de Nerón. Pedro fue crucificado cabeza abajo según su deseo, por considerarse indigno morir como su maestro. Pablo fue conducido a Ostia, y allí fue decapitado. Pero me vuelvo al verano y a la siesta. Las calles de Germania, estaban invadidas, además de la morenita, por tierra y  por oleadas inacabables de mariposas, de todos los colores que pasaban, pasaban y pasaban… Nosotros solíamos cazarlas, con cierta ferocidad,  con rama de tamarisco u otra especie arbórea, que necesariamente debía ser flexible,  solo por el hecho de… No sé, cual, en realidad… Pero lo hacíamos. La tierra volando, era patrimonio de la siesta, ya que el viejo regador, pasaba cuando el sol ya no quemaba tanto, al atardecer. El pueblo, a la hora que no había viento, cuando refrescaba, tenía las calles húmedas... En el pico del calor... Nada...  Viento... Tierra... Y mariposas. Luego de nuestra “difícil cacería de monstruos alados“, íbamos al lugar de la cita. Habitualmente, el monte de eucaliptos que estaba pegado a las vías del ferrocarril. Allí, los conspiradores integrantes de “La secta de las siestas robadas“, decidíamos, democráticamente, los pasos a seguir. Con un criterio igualitario, no “ventajero”,  repartíamos roles.  Formábamos dos grupos  y  a partir de ese  momento,  tomábamos al pueblo como un gran  campo de batalla y poníamos en marcha interminables episodios de “ ladrones y policías” o de “cowboys e indios”, en un territorio de 8 manzanas, que incluía parte de las instalaciones del ferrocarril, algunos vagones casi en desuso, la zona del “pedrero” y hasta las copas de los árboles, fundamentalmente la del pino que estaba en el fondo de la “canchita” del Centro, el club de la mayoría,  una especie de fortaleza inexpugnable. Era “la gran colina” Germania es un pueblo “tradicional”. Algunas manzanas forman  el centro y otras tantas lo que llamamos el barrio  de “Agua dulce” ubicado “del otro lado de la vía” se llama así por la calidad de su agua, en contraposición con la del centro, que es muy salada. La muestra de esa salinidad era evidente en las calles del pueblo, luego del paso de regador, ya que quedaban absolutamente blancas. Y esto fue así durante muchos años. Ahora, en el pueblo hay agua corriente y el regador, carga en el barrio de “Agua dulce”, donde, ¡por fin! instalaron una estación de bombeo.   Cuando éramos niños, esperábamos el paso del regador para mojarnos con su chorro, pero quien lo manejaba, disfrutaba sonriendo ese momento, y precisamente cuando llegaba a la barra, cortaba el chorro y nos dejaba secos… Nosotros renegando y el tipo riéndose. Era un juego cotidiano, en que casi siempre perdíamos. El premio del agua fresca, lo recibíamos cuando el conductor quería dárnoslo. Hoy en Germania hay asfalto, y obviamente, los niños tienen otros juegos, y les dan felicidad otras cosas.  El regador existe, pero pasa a ser simplemente un elemento del inventario. Cumple su función, pero los pibes ni saben cuando pasa. Una de esas siestas, alguno de nosotros descubrió que podíamos fumar a escondidas. Pero no cigarrillos. Lo  hacíamos con tronquitos de zarzaparrilla, que eran secos, huecos y de formas diversas, que cortábamos de un rinconcito del Centro Recreativo, y que estaban “agarrados” a un alambrado que estaba al lado de la cancha de pelota a paleta, todavía abierta. Después vinieron los primeros puchos en serio. Robados a padres o hermanos mayores. Eran Clifton, Saratoga o Derby. Todos sin filtro. Cuando ya éramos “expertos” fumadores aparecieron los Florida  y los Gloster, que sí lo tenían. La intimidad que necesariamente necesitábamos para fumar, hizo que apareciera en nuestras conversaciones un tema tabú para todos: El sexo.  Pero esa es ya otra historia. ¡Pucha que éramos felices! Vuelvo a mirar la foto. Otra vez la alegría y la pena se aúnan. Algunos jugando a la rayuela de la vida, llegaron al cielo y estarán allí armando rondas. Estoy seguro que en el fondo de nuestros corazones seguimos siendo niños. 

(*) Germaniense radicado en Villa Gesell y director del semanario digital "Los Girasoles"

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