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El árbol de Las Garcitas

Enviado por Daniel Gutson E-mail: danielgutson@gmail.com

Norte, era la dirección. Mi afortunada desorientación me hizo desviar por la ruta provincial 9. Al noroeste. Haciéndose tarde, decidí parar en la primer localidad que encontrara. Era un viajante ansioso, acalorado, y perdido. Este paraje resultó ser, Las Garcitas. Y paré.


Recuerdo un kiosco, un señor mayor que lo atendía, de pocas palabras pero amistoso, piel oscura y curtida, mirada aguda seguramente profunda. Hubo algo en todo ese lugar que me llamó la atención.

Mientras tomaba la gaseosa que había pedido, el kiosquero estaba en el mostrador, a la calle. Yo bebía, y una música (de algún lado, de enfrente) venía de seguramente cerca, pero sonaba lejana por un grabador viejo. No puedo decir que soy músico, aunque intento tocar el piano. “Un vallenato”, pensé sorprendido, al escuchar los compases caribeños.


El detalle que hacía parecer ese instante una película, era un nene. Un nene, que parado, quieto, miraba hacia arriba la copa de un árbol. Sin moverse. Y yo lo miraba a él.


“Ese es un chico raro” escuché decir al kiosquero. Me contó que era nieto de uno de los Velázquez (nombre que pronunció con respeto). Se había traído una colombiana en una de sus correrías y habían tenido una hija, la madre del nene.


Ahora, o en ese momento entonces, sólo estaba el presente, un chico quietito mirando sin moverse la copa de un árbol. “Siempre se queda ahí”, me dijo.


No sé bien cómo, me resultó irresistible cruzar la calle. Eran como las 7 de la tarde. Ya había poco movimiento. El chico lo representaba. Despacio, y con mi mochila, llegué al lado. El nene me miró, como por una distracción, y siguió mirando hacia arriba.


No sé de árboles, menos sus nombres. Miré hacia la dirección donde miraba el nene, y no conseguí distinguir nada más que algunas ramas con pocas hojas angostas, y cielo filtrado entre ellas.

No pude no continuar. Me acuclillé, y quedé a la altura de él, le pregunté: .¿Qué hay allá?.. “Pasos”, me contestó, señalando.


Mezcla de intriga, y un poco de escalofrío, me hicieron acomodarme y mirarlo. Necesitaba que él me mirara también. “¿Pasos?”. Lo conseguí: me miró bajando la vista hacia mí, y lo descubrí sorprendido (de que alguien le hablara, o de que no sepa de qué hablaba). El mismo brazo con el que señalaba, lo usó para llevarse el dedo a la boca: “Shhhh”, me dijo.


Yo me quedé en silencio con él. Yo estuve en ese lugar. Estuve haciendo silencio con ese nene, y escuché al viento mover la copa del árbol, refregar las hojas entre sí, y oí al atardecer escurrirse entre ellas.


Algunas veces, la magia se viste de anécdota. Viajeros somos; y acaso también nosotros, ¿no somos anécdotas del camino? Y no por eso, dejamos de ser misterio.

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