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Foto del escritorCharles Gutierré

Vecinos de ayer


Por: Mónica Liliana Pastorini Mail: mlpastorini@yahoo.com.ar 

Apelando a mi memoria retrocedo 50 años y me reencuentro con una Villa Adelina (Partido de San Isidro, Bs.As.) muy distinta a lo que es hoy: quintas de verduras, invernaderos con claveles, helechos plumosos y crisantemos; algunas casas diseminadas, muchos baldíos y algunos comercios. Muy pocos. Almacén, carnicería, verdulería en la quinta de los Abriatta, la panadería, y una tiendita, indispensable para las señoras que cosían, tejían y bordaban. 


Vivíamos en la calle Thames, la única que estaba asfaltada, entre Miguel Cané y Lamadrid. Recuerdo que el asfalto llegaba hasta la calle Curupayti. Las demás eran calles de tierra, rellenas algunas con moldes rotos de cerámicos de la fábrica Cattaneo, .La Fama., que estaba en el predio ocupado hoy por la escuela de Todos los Santos. Corría el año 1960. mi papá, Miguel Carlos Pastorini, era quintero.

Trabajaba junto a su hermano Pedro Pastorini, en tierras que arrendaban en las Lomas de San Isidro. Una de ellas pertenecía a la familia Copello, sobre la calle Betbedere, otra a Alicia Buffa, sobre la calle Santa Rita, atrás del colegio de las Hermanas Trinitarias, de Sucre y Carlos Tejedor; y otra quedaba en puente Capitán de San Martín, frente a la actual Panamericana, y no recuerdo a quién pertenecía. A esta última le decíamos la quinta de Don Luis.

En ese entonces todos nos conocíamos. No sabíamos ni de rejas ni de dobles cerraduras. Vivíamos con las puertas abiertas, que cerrábamos con trancas y pasadores a la noche, o simplemente con pasadores durante el día, cuando merodeaban las gitanas, que tenían fama de ladronas. Con mi hermana, Marta Susana Pastorini, jugábamos en el fondo de la casa. Mis padres no veían bien que estuviéramos en la calle. Eso era cosa de varones. 


Cuando nos aburríamos sólo bastaba traspasar el portoncito del fondo que separaba nuestra propiedad de la de la familia Gagliardini. Me invade la nostalgia al recordar el vínculo que en ese momento existía entre los vecinos. Manteniendo el respeto por la intimidad de cada familia nos unía una relación muy estrecha, signada por la solidaridad, el diálogo, el respeto mutuo. 


Al fondo de la casa de mis vecinos había un sauzal y bajo su sombra, en verano, jugábamos con Reinaldo Gagliarldini, que hacía de abuelo postizo, al ajedrez, las damas, las cartas, mientras Zulema López de Gagliardini, su esposa, nos cebaba mates de leche y nos convidaba pan con dulce casero de tomate o ciruelas. Gagliardini era también quintero, y lo que no cosechaba papá lo recibíamos de él. Aparecía los mediodías desde el fondo con una bolsa de alpillera atada en la espalda, con hinojos, algunos ataditos de radicheta, y no recuerdo que más. 


Era común que entre los vecinos se intercambiaran verduras, frutas, huevos frescos, chorizos y dulces caseros. Después, cuando Miguel Cané se pobló de inmigrantes provenientes de Italia, no faltó en ese intercambio el vino, la grapa y las botellas de salsa de tomate caseros. Cuando éramos muy chicas, alrededor del año 1957 el vasco Buffa nos mandaba con papá, leche recién ordeñada y huevos frescos, que mamá transformaba en los inolvidables flanes caseros. 

La generosidad predominaba y eran pocos los vecinos que no compartían lo que cosechaban o producían. Las charlas sentados en la vereda, eran habituales, sobre todo las noches de verano, salpicadas por las simpáticas luces de los bichitos de luz y las luciérnagas. 


Hoy en día todo esto parece muy lejano y hasta parece salido de un cuento de hadas, pero fue en su momento, algo real que se fue modificando y, lamentablemente, mucho se ha perdido. Hoy vivimos de puertas con reja y doble llave, para adentro. 


Casi no conocemos a los vecinos, con quienes con un poco de suerte, saludamos. A veces nos encontramos conversando sobre algo que aconteció en el barrio, sobre lo que tarda el colectivo 700 cartel blanco, que antes fue el 5, despúes 705 y luego el 234, etc. 


Y todo termina allí. Para quienes conocimos de otros vínculos entre vecinos, extrañamos la posibilidad de traspasar un portoncito y encontrarnos con quienes muchas veces, llegaban a ser tan importantes o más que los de nuestra propia sangre. 

Y con quiénes compartíamos nuestras alegrías y también nuestras aflicciones. Hoy día la inseguridad, la desconfianza, el individualismo, han avanzado sobre nosotros. Pienso que cada vez se hace más difícil revertir ésto, pero creo en la posibilidad de poder recuperar algo de lo que perdimos: asombro a mis vecinos con ramitos de orégano recién cortado, con bolsas llenas de mandarinas caseras, recién juntadas en la casa de mi mamá, ramitos de flores, que se convierten al otro día en plantas que me envían para mi jardín. 

Tal vez sean los gestos simples y sinceros los que ayuden a recuperar algo de lo que fue. Mientras tanto yo sigo apostando a la esperanza.

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