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Foto del escritorCharles Gutierré

Naicó : Visita a un pueblo fantasma


APENAS ONCE HABITANTES Y DECENAS DE CASAS VACIAS

Naicó es uno de los pueblos que, abandonado por el tren y los aserraderos, se quedó sin gente. Está en La Pampa, a 50 kilómetros de la capital provincial. Alguna vez tuvo 600 habitantes, comisaría, estación de tren, juzgado y hasta un hotel. Hoy quedan once personas. Página/12 recorrió el pueblo vacío.


En unos años, esta historia tal vez empiece diciendo “Había una vez un pueblo”. ¿A cuál de los once habitantes de Naicó le tocará contarla? ¿Será el viejo Matías? Tal vez. A los siete años era mozo del almacén, fue encargado del correo, del club de fútbol y hasta de correr al tren por la revista de Boca.


¿Lo hará la maestra? ¿Seguirá volviendo aquí todos los días

como desde hace nueve años? ¿O la contará Irma, que ahora se mudó a la estación fantasma abandonada por el tren? En el peor de los casos, la historia la contará una radio. Y no cualquiera, sino la del equipo de handy que suena en el patrullero del único policía del pueblo. En ese caso, los partes ya no hablarían de robos de ganado ni de caza furtiva. Habría un silencio muy largo y después la misma voz de siempre mencionaría al pueblo: “Con la huida de los últimos once habitantes de Naicó –diría– se anuncia, repito, se anuncia el cierre del pueblo, repito, se anuncia el cierre del pueblo. Punto final, repito, punto y final”.


El pueblo no es un pueblo fantasma pero se parece. Hay casas abandonadas por todos lados repitiendo entre ecos los ruidos de otras vidas. Naicó es uno de los cuatrocientos pueblos que desaparecen en el país. Está en pleno corazón pampeano, a sólo cincuenta kilómetros de Santa Rosa. Esa distancia es simbólica: los pocos kilómetros de monte y de arcilla son capaces de cruzar la barrera de un siglo. En el pueblo no hay colectivos, ni teléfonos, ni nada que hable de ciudades presentes.


–¿Qué hacen si se quedan sin leche?

–¿Yo? Ordeño –dirá Irma más tarde–. Tengo las vacas acá, tengo chanchos, hago chorizos, tengo todo. Estoy mejor acá que en la ciudad: si quiero un cordero voy y me lo hago, si quiero un chancho o un lechón me lo hago.


Fantasmas

Hasta hace dos años, los que quedaban acá continuaban moviéndose en sulky. Ahora, los once habitantes –Irma con su marido, el viejo Matías con su hijo y la nuera, el policía con su mujer y sus dos hijos, el quesero Ramón y Jorge, el pocero– andan recorriendo las calles como jinetes, montados en camionetas en ruinas. Una de ellas quedó estacionada frente a un viejo conventillo. Alguien la dejó ahí completamente abierta, con el manojo de llaves colgadas, casi acostumbradas al ritmo quieto del pueblo. ¿Alguien? ¿Pero hace cuánto? Las marcas de la camioneta son más modernas que los muebles que recortan ahora los bordes de una ventana. Detrás de aquel marco aparece una silla, un colchón y la cera derretida de una vela dormida sobre una mesa.


–¿Qué hacen acá? –pregunta de pronto un hombre, con la apariencia de un espíritu–. ¿No saben que esto es un pueblo fantasma?

El caballero se burla de los extraños y de su propia risa. Los fantasmas no son sólo una ocurrencia, sino el resultado de una película filmada el año pasado en las calles. En aquella película, Naicó no existía, fue nombrada como pueblo fantasma.


Sólo por razones de uso, el hombre del pueblo fantasma ahora es propietario del colchón, de la vela y hasta de la ventana roída del conventillo. En un pueblo donde las últimas leyes fueron dictadas por un alcalde que ya no está, la usurpación no se condena. Aun así, la mayor parte de las casas siguen vacías. Se ocupó la vieja estación del tren y la comisaría, pero a nadie se le ocurrió meterse, por ejemplo, en el cascarón de la iglesia. Bajo los techos abovedados, la nave central ya no tiene bancos, ni luces, pero todavía existe un altar. Las puertas están cerradas con candados, pero las rejas permiten verlo, frío, suspendido contra el fondo. Ahora nadie puede pasar, ni siquiera es posible llegar hasta el escalón reclinado frente al confesionario donde quizá se escuchen todavía historias viejas de pecados. O las confesiones de aquel ladrón, que hace unos años pasó por la iglesia para llevarse la araña de bronce que había quedado colgando del techo.


Nunca se conoció su nombre pero fue su única fechoría.

–Podés irte y dejar las llaves colgadas –dice el dueño del colchón–, dejar abierta la casa y la camioneta completa durante quince días. Podés dejarlas dos meses más, y cuando vuelvas las vas a encontrar.

Jorge está convencido de eso. Vive así desde hace años. En algún momento también se le ocurrió alejarse del lugar, pero volvió después de unos meses. Cuando regresó, ya no tenía vecinos, ni ruidos molestos, ni quejas de consorcio. Tampoco un puesto donde tomarse un café. Cuando se queda sin provisiones, usa a la maestra como cadete. Es la única que entra y sale de Naicó todos los días. Ella lleva los cigarrillos y él, mientras tanto, sigue ahí, solo y espera. En seis meses volverá el tiempo de la parición y lo llamarán del campo para asistir a las vacas. Recién entonces, cuando vuelvan a buscarlo, Jorge montará su camioneta y girará el manojo de llaves todavía quieto.


¿Qué tren?

Frente a la iglesia, los productores de aquella película dejaron colgado un cartel. Entre crayones fileteados volvieron a ponerle nombre a la esquina: “Fonseca, almacén de ramos generales”, dice el cartel. En esa tienda se abastecían los seiscientos habitantes de Naicó. El pueblo, entonces, tenía una carnicería, verdulería y panadería, todo era en singular como el surtidor de nafta, la peluquería y hasta el telégrafo con mensajería. Muy cerca del centro estaba el Registro Civil y un hotel con doce camas se alargaba pegado al almacén de Fonseca. Ahí paraban viajantes y algunos de los mil hacheros que trabajaban a unos veinte kilómetros cortando leña y madera en los bosques del caldén.


La leña y la explotación del monte eran lo más importante del pueblo. Había tres aserraderos y, desde el bosque, los hacheros sacaban leña para buena parte del país. Cada tarde, la carga salía montada sobre la serpentina de rieles que florecían desde adentro. A poco de andar a través del pueblo, los vagones llegaban a la estación del ferrocarril del Sud para engancharse con la locomotora del tren que paraba en Naicó. Desde ahí, la carga seguía el circuito del tren: de ida viajaba a Bahía Blanca y de vuelta lo hacía a Toay, la cabecera del ramal, a diez kilómetros de Santa Rosa.


Acá dicen que fue el progreso quien mató a los hacheros, a la leña y al tren. Y aunque es absurdo, el progreso también se llevó a una parte del pueblo. Cuando se construyeron los primeros gasoductos del país y la leña comenzaba a cambiarse por gas, Naicó no encontró el modo de seguir creciendo. La tierra era demasiado salada para los cultivos y en el pueblo todos habían crecido para ser pueblo y no para trabajar con la hacienda.


Mientras eso sucedía, la provincia preparaba el golpe final. Eran los años 50 y se comenzaban a proyectar las rutas que enlazarían La Pampa con el resto del país. En el nuevo mapa de carreteras, Naicó aparecía a treinta y cinco kilómetros del asfalto. Cinco años después, la ruta quedó terminada, y en su prisa de ciudad se iban a ir borrando los pueblos.


Con el tren, los tiempos fueron más lentos. En el ‘74 dejó de pasar el de pasajeros, pero el de carga siguió hasta el ‘91. Los servicios no llegaban todos los días; lo hacían cada tanto, con la frecuencia de quien se dedica a retrasar pacientemente la agonía de un muerto. En esos viajes llegaban las cartas y alguna mercadería encargada por el dueño del almacén que aún vive en el pueblo. Ahora, Matías Kin tiene 67 años y se acuerda de los últimos años del tren con la conciencia de quien se sabe en el filo crítico de un borde.


Era el final de la última dictadura, dice mientras retrasa el paso entre las calles peladas. En el pueblo habían nombrado a un sargento como interventor. Uno de esos días, el viejo se levantó haciendo cuentas: estaba convencido de que el tren no rendía ni para cubrir los gastos del jefe de la estación. Entonces se vistió, se peinó y se fue hasta el centro: estaba dispuesto a discutir con el interventor.


–Dígame –le dijo–, ¿para qué tiene abierta la estación? Si acá no se cargan más animales, ni se cargan cereales, ni se carga la leña. ¿Qué se hace con lo poco que pago yo?

Todavía hoy no entiende la respuesta que ese día le dio el sargento.

–El hombre tenía sus buenas ideas –cree el viejo–, resulta que me dijo que no podía cerrar la estación. Que el gobierno no quería. Que era peligroso porque la gente se iría. Parece que preferían a la gente desparramada por ahí y no acumulada en una sola ciudad.


En medio de esas calles, el viejo parece salido del túnel del tiempo. Camina despacio como empujando carros invisibles o espacios ocupados por fantasmas. Todavía es capaz de oír el rugido de los carros tirados por caballos que no dejaban de llegar al pueblo. Lo cuenta ahora, justo cuando sus pies de abuelo pisan un tendido de arena que alguna vez fue una gran avenida. Era el cruce de 9 de Julio y la avenida Libertad. Y también al viejo le parece un chiste.


Ahora, cuando la calle se abre, ya en el camino hacia la vieja comisaría, don Matías atraviesa un paredón de ladrillos donde tiempo atrás hubo un juzgado de paz y, poco después, estuvo la estafeta de correos. En esa época él pasaba todos los días por ahí y se marchaba después de comprar estampillas. No se había vuelto coleccionista. El viejo estaba convencido de que ésa era la única forma de salvar el correo. Cada año, los bultos de cartas se hacían más flacos y si la noticia llegaba a oídos de los administradores del puesto, podían levantar el correo. Con la venta de estampillas reinventaban el movimiento y en esa especie de juego, lo que menos importaba eran los métodos.


La comisaría ya está a unos pocos metros, pero el viejo no encontrará presos sino quesos de cabra ácidos y sin sabor. El dueño de la comisaría no es un comisario sino un tal Ramón, ausente por estos días. De todos modos, como es costumbre por aquí, la tranquera y la casa han quedado abiertas y el viejo no pregunta cuando entra.


Hace unos veinte años se habría encontrado a los cuchilleros del pueblo. Después de las copas, los más agitados se quedaban a pasar la noche en calidad de detenidos. Ahora, los dos calabozos están cerrados. Aunque la comisaría fue ocupada, al tal Ramón nunca se le ocurrió reciclarlos. Antes de alejarse, el viejo repasa los candados, las cadenas y pasa los dedos en la madera aplastadas contra los marcos de las puertas.


Plaza San Martín

El nuevo destacamento policial está en la entrada del pueblo. En otros tiempos, por ese edificio pasó la Junta Vecinal y después el intendente. Ahora viven el policía Sandoval, su mujer, sus dos hijos y unas cuantas gallinas de corral. Con los dos únicos calabozos cerrados nadie sabe dónde poner a los presos. Sandoval está preocupado porque ahora comenzó la temporada de caza y por los montes suelen meterse los especialistas en cazas furtivas de ciervo. Si decide seguir fiel a la ley, Sandoval debe perseguirlos, detenerlos, dejarlos sin armas ni camionetas. Y si la situación se tensa, incluso puede detenerlos: ¿pero dónde?


Como no hay sitios ni rejas, usa su radio. Con el equipo pide refuerzos a la comisaría que está a unos cuarenta kilómetros. A partir de ahí se sienta y espera: sus colegas de Toya podrán demorarse dos horas. En ese lapso habrá tiempo de sobra para hacerse amigo de sus presos.

Sandoval tiene un vicio: todos los días, cuando se levanta, va y prende la radio. El equipo está siempre en su camioneta y como ahora, trasmite los policiales del día:

–“Infracciones de la hora diez –dice el operador y repite–, infracciones de la hora diez. Valor sustraído en pesos setecientos punto. Valor sustraído en pesos setecientos, aproximadamente, prosigo. No se sospecha de persona alguna punto. No se sospecha de persona alguna punto seguido...”


A unos doscientos metros de ahí, camino al centro del pueblo, alguien descubre la plaza. Está frente a la iglesia, casi como en cualquier otro pueblo. Pero en Naicó las cosas son distintas. Sólo un experto puede encontrarla: la plaza no tiene bordes, ni juegos, ni espacio abierto. Toda la superficie es una selva cubierta de crespones crecidos. Adentro, después de una barrera de pastos cada vez más altos, aún hay un pilar que sostiene el caño de un mástil. En un chapón está el nombre, su nombre: Plaza San Martín. Y hacia abajo, con una fecha, se destiñe la letra de sus dueños: “Homenaje del vecindario de Naicó a la bandera de la Patria: 27.6.1912 - 20.6.1940”.

FUENTE: Soy de Toay

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