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Mirada equivocada sobre los orígenes de Bell Ville


Por: David Picolomini

Mail: davidpico58@hotmail.com

Sentado cómodamente sobre la mejor pieza representativa del fino arte mobiliario español, el sargento de los ejércitos reales Don Lorenzo de Lara y Mimenza, piensa y declara; declara y piensa. Luego, redacta presuroso su histórico testamento.

En el escueto documento, deja constar que cede a sus deudos peninsulares -lo más justicieramente que supone- lo clavado y plantado en su propiedad, la estancia “Nuestra Señora de la Limpia Concepción del Fraile Muerto”, esto era: su casa de adobe de 12 por 14 pies, el oratorio o capilla, las mulas, caballos, burros y 134 indios litines, que le habían llegado en encomienda; todo, a los patrióticos fines de resguardar para la Corona española las 2 mil hectáreas otorgadas a su favor, en suerte, para la pertinente santificación y civilización. ¡Qué suerte!


Acto seguido, arroja la pluma de reina mora con la que escribió y espía desde su ventanuco para cerciorarse si el boliche del “Mercado” ya ha abierto sus puertas, de manera de poder obtener el noble esparcimiento que procuran todos quienes honran la memoria, en el lugar, del ignoto religioso que perdiera la vida, “vaya a saber en cuales infortunadas circunstancias”.


Alerta -como toda sagaz pionera- su esposa, Marcela de Mendoza y de Lara y de Mimenza y de Córdoba (capital). Compañera inestimable en la épica tarea de colonizar nuevos terruños, le advierte que si el uniformado osa atravesar la calle Sáenz Peña, ella “votará a bríos” o a cualquier otro gallego que se le cruce por la mente.


En tanto, en dependencias del comercio de espirituosas bebidas, el barman de ocasión -quizá algún criollo nativo- repasa detenidamente la superpoblada lista de fiado. Allí son muchos los honorables apellidos que se reiteran, casualmente los mismos que en 1764 fueran a ser censados como ciudadanos libres de la comarca.


Por esos años también pasaba raudamente y, de tanto en tanto, el gobernador – intendente de los territorios de Córdoba del Tucumán- el conocido marqués Rafael de Sobremonte, quien, además, poseía una empresa de transportes de caudales y otros bienes. El propósito del gobernante era ir y venir de Buenos Aires, fundando fortificaciones o poblados a la vera de la autopista real, sin atender los caprichos de Lara y sus vecinos que habían levantado su barrio privado cruzando el puente Sarmiento.


Lejos de someter la cuestión a una cristalina consulta cordobesa, Sobremonte, sobre-el-pucho, plantó un cartel en la ruta que rezaba: Aquí Parador Fraile Muerto… ¡¡y sanseacabó!!


Don Lorenzo, de rudos modales, tal gremialista municipal, reunió su tropa y propuso marchar contra el poder gorila de “el Rafa”.


Quiso la esquiva y caprichosa fortuna que, en esos instantes, le llegara vía chasqui-bum, un repentino traslado a las popularizadas playas de la vecina Chile, con la que el heroico fundador conservaba doble nacionalidad. ¡Por fin algo de diversión!


Así fue que, en el apuro por que no lo sorprendiera febrero sin Viña del Mar, el noble caballero se olvidó de fundar Bell Ville, con lo que la cosa quedó para otras administraciones posteriores. Mientras, los olvidados hijos de la corona que quedaron varados en el “Paso de la Arena”, poco podían ufanarse de ser llamados socarronamente por los “villanovenses” o los “riocuartenses”, como “frailemuertinos”. Bonito, ¿no?


En 1870, la población ya gozaba de algún prestigio indisimulable, fruto de la opulencia de algunos de sus habitantes de origen italiano (los que dedicaban sus afanes en sembrar porotos de soja). Entonces, el visionario Domingo Faustino Sarmiento, sin esperar a que se complete el tendido de las vías del primer ferrocarril a Córdoba, llegó el 17 de enero del mencionado año… en tren… a San Jerónimo / Fraile Muerto (o vaya a saber que otra denominación le adjudicaba la maliciosa prensa de aquel entonces).


El sanjuanino no dudó y, como solamente sabía hablar en inglés, los únicos que le prestaron oídos eran cuatro escoceses que venían amanecidos del boliche del “Mercado” y que, fruto de su desaconsejable estado, creyeron que el mandatario los consultaba sobre su equipo de football favorito. Sin más, antes de seguir viaje, el padre del aula, nos dejó otra irrisoria denominación.

El 16 de mayo de 1870, llegó a Bell Ville “la primera formación ferroviaria” que uniría Rosario con Córdoba, algunos, sin demasiado convencimiento, hicieron como que inauguraban algo, como para no discutir. Dos señoras de la alta sociedad se desmayaron, creyendo que Sarmiento poseía dotes sobrehumanas.


En 1889, por determinación del entonces presidente de la Nación Argentina, Miguel Juárez Celman, se ordenó la construcción de hoteles destinados exclusivamente para el alojamiento de la incontenible ola de inmigrantes llegados de los centros europeos. Por ello, viene y se manda justo uno en la “ENA”, sin evaluar que por allí, puerto o aeroparque, no se vislumbrarían ni siquiera en la actualidad. Tras el lógico aburrimiento del conserje contratado bajo un programa jefe y jefa de hogar, se decidió que el “Hotel de Inmigrantes de Bell Ville”…emigre.


Simultáneamente, en el mismo 1889, la localidad presentó el orgullo de ser la tercera en el país en contar con iluminación con artefactos de arco voltaico. Las calles se vieron ese día, colmadas de habitantes de todas las edades, todos los credos y todos los sexos, quienes festejaron la novedad con un prolongado apagón.


Por fin, el 17 de agosto de 1908, el Gobierno de Córdoba, declaró solemnemente que Bell Ville y sus moradores son un caso de singulares características. Que dentro del área que constituye su ejido urbano y zona de influencia se vive bastante piola y que, cuando uno se sube al primer “Coata” o “Urquiza”, ya se la empieza a extrañar horrores.


¡Ah! En ese mismo acto, la incipiente aldea fue declarada ciudad.

Si quieren enviar relatos de sus pueblos pueden hacerlo a:  delacalle.juan62@gmail.com

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