Juan José Castelli
(1764 – 1812)
Autor: Felipe Pigna
Juan José Castelli nació en Buenos Aires el 19 de julio de 1764. Estudió filosofía en el Real Colegio de San Carlos y en el Colegio Monserrat de Córdoba. Se recibió de abogado en la Universidad de Charcas.
Era primo y amigo de Manuel Belgrano, quien lo designó como suplente de la Secretaría del Consulado en 1796. Junto a Belgrano, Rodríguez Peña y Vieytes, fue uno de los precursores de la Revolución de Mayo. Castelli fue comisionado para intimar al virrey Cisneros a que cesara en su cargo y participó activamente en el cabildo del 22 de mayo derribando con su vibrante oratoria los argumentos de los representantes del Virrey, que lo calificaban de “subversivo” y “principal interesado en la novedad”, o sea en la revolución. A partir de entonces, lo llamaron «el orador de la revolución».
Fue uno de los vocales más activos de la Junta de mayo y uno de los más cercanos a las ideas del secretario de Guerra y Gobierno, Mariano Moreno. Se le encargó la represión de la contrarrevolución de Santiago de Liniers en Córdoba y no le tembló el pulso a la hora de ordenar su ejecución.
Luego se le encomendó la misión de ocupar el Alto Perú. Castelli partió al frente de aquel ejército de la patria con lo poco que había, con el pobrerío que lo seguía y con una revolución por hacer. Iba hacia las tierras que no pudieron liberar Túpac Amaru y Micaela Bastidas; iba a hacerles justicia. Uno de los pocos cañones del ejército patriota se llamaba Túpac Amaru y el delegado de la junta soñaba con apuntarlo al centro del poder español de esta parte del continente.
La proclama de Castelli a su tropa dejaba en claro los objetivos político-militares de la expedición: “Ciudadanos, militares, amigos, hermanos y compañeros. Si ayer se recordó por última vez el deber del soldado a no desertar de sus banderas, apercibiéndole con las penas proporcionadas; hoy os hago ver el aprecio que merece a la patria, y al gobierno vuestro buen servicio: habéis marchado desde la gran capital del Rio de la Plata, y estáis á setecientas leguas de ella, después de haber soportado con rostro sereno las vicisitudes de una expedición animada del entusiasmo, y fervor patriótico, y hecho ver al mundo entero que sois superiores a los griegos, romanos , godos , y franceses de las épocas brillantes (…) con la confianza de que mi gloria es partirla con vosotros por la vida de la patria, y exterminio de nuestros rivales impenitentes, endurecidos, y envidiosos».
El presidente de la Audiencia de Charcas, mariscal de campo don Vicente Nieto, había dicho hacía unos días: “Tengo en mi poder varios oficios relativos a órdenes y aprobaciones de la revolucionaria Junta de Buenos Aires que no he dado el uso que correspondía, porque espero tener la satisfacción de hacérselos comer en iguales porciones a los sucios y viles insurgentes, que me los han remitido bajo el título de Representantes del Poder Soberano”.
Nieto y el gobernador intendente de Potosí y empresario minero, Francisco de Paula Sanz, que pretendía huir con 300.000 pesos en pasta de oro y plata pertenecientes a los caudales públicos, fueron capturados al igual que el mayor general Córdoba. El día 15, en la Plaza Mayor de la imperial villa, entre las 10 y 11 horas de la mañana fueron ejecutados según la orden reservada de la Junta de Buenos Aires que establecía: “El presidente Nieto y el gobernador Sanz deben ser arcabuceados en cualquier lugar donde sean habidos”.
Castelli abandonó Potosí el 25 de diciembre de 1810 para marchar hacia Chuquisaca. Hacía 22 años había partido de allí con su título de abogado. La ciudad universitaria estaba muy cambiada. Él seguía siendo el mismo. Ahora era el delegado de la Junta al que el Cabildo tenía preparados grandes agasajos y le había dispensado un lujoso hospedaje, pero prefirió alojarse por su cuenta en un humilde hostal que conocía de sus años de estudiante.
Se le ofreció un Te Deum en la catedral y Castelli había acordado que estaría sentado en el centro de la iglesia acompañado por su lugarteniente Balcarce, pero la silla no apareció. Mandó averiguar qué había ocurrido y pudo saber que un miembro de la Audiencia había ordenado no rendirle el homenaje debido al representante de la Junta. La ira de Castelli no se hizo esperar. Ordenó que la Audiencia en pleno le presentase sus excusas a Balcarce y lo nombrara presidente honorario de la corporación “para que aquellos que no quisieron verlo en la catedral tengan que verlo ahora presidiendo la Audiencia”.
Terminada la fiesta, Castelli se dispuso a gobernar. Había mucho por hacer, muchas heridas por curar y mucha injusticia por ajusticiar. Una de sus primeras ocupaciones fue la puesta en marcha de una legislación de avanzada que le devolvía las libertades y las propiedades usurpadas a los habitantes originarios. Decretó:
la emancipación de los pueblosel libre avecinamientola libertad de comercioel reparto de las tierras expropiadas a los enemigos de la revolución entre los trabajadores de los obrajesla anulación total del tributo indígenala suspensión de las prestaciones personalesequiparó legalmente a los indígenas con los criollos y los declaró aptos para ocupar todos los cargos del Estadotradujo al quechua y al aymará los principales decretos de la Juntaabrió escuelas bilingües: quechua-español, aymará-españolremovió a todos los funcionarios españoles de sus puestos, fusilando a algunos, deportando a otros y encarcelando al resto.
Las medidas eran claramente revolucionarias y no tardarían en desatar la furia de los ricos, criollos y españoles, beneficiarios del sistema de explotación del indígena. Así lo advertía un contemporáneo a los hechos: “Bajo el poder de la jerarquía política y sacerdotal, los intereses del pueblo debían ser un cero, como lo eran en efecto, en los cálculos de la administración colonial, y era consiguiente esperar que encontrasen una resistencia desaforada las cosas y las personas que tendiesen a alterar un sistema combinado para satisfacer a la vez la codicia innata de los españoles y el temperamento vanidoso de los limeños”.
En Buenos Aires, sin embargo, las cosas habían cambiado y mucho. Saavedra y Funes con la maniobra de la incorporación de los diputados a la Junta habían logrado dos objetivos largamente acariciados: dejar en absoluta minoría al morenismo y provocar la renuncia de Mariano Moreno el 18 de diciembre de 1810.
A pesar de todo Castelli no dejaba de proyectar, de soñar una utopía compartida, y escribió por aquellos días oscuros: “‘Nuestro destino es ser libres o no existir, y mi invariable resolución sacrificar la vida por nuestra independencia. Toda la América del Sur no formará en adelante sino una numerosa familia que por medio de la fraternidad pueda igualar a las respetadas naciones del mundo antiguo”.
Se acercaba el primer aniversario de la Revolución y Castelli decidió celebrarlo como él consideraba que correspondía: con un hecho revolucionario. Convocó a todas las comunidades indígenas de la provincia de La Paz a reunirse ante las ruinas de Tiahuanaco, a metros del Titicaca, el lago sagrado de los Incas, desde donde emergieron los fundadores del imperio del Sol, Manco Cápac y Mama Oclo. Allí estaban todos, centenares de aborígenes y soldados del Ejército del Norte esperando por la palabra del orador.
Castelli comenzó rindiéndole un homenaje a la memoria de los incas e invitó a los presentes a hacerles justicia a los antepasados expulsando definitivamente a los invasores españoles. Les anunció la expropiación de las tierras que estaban en manos de los enemigos de la revolución y su devolución a las comunidades, sus legítimos dueños: “Los esfuerzos del gobierno –dice en español dando tiempo a los traductores quechuas y aymaras- se han dirigido a buscar la felicidad de todas las clases, entre las que se encuentra la de los naturales de este distrito, por tantos años mirados con abandono, oprimidos y defraudados en sus derechos y hasta excluidos de la mísera condición de hombres”. Y concluyó: “Yo por lo menos no reconozco en el Virrey ni en sus secuaces representación alguna para negociar la suerte de unos pueblos cuyo destino no depende sino de su libre consentimiento, y por esto me creo obligado a conjurar a esas provincias para que en uso de sus naturales derechos expongan su voluntad y decidan libremente el partido que toman en este asunto que tanto interesa a todo americano”.
Mientras tanto, la junta saavedrista enviaba a su representante órdenes absurdas sin precedentes en la historia militar como la siguiente, que tenían como único objetivo la desmovilización y la derrota de un ejército considerado peligroso para los intereses de Buenos Aires: “se le prohíbe empeñar combate alguno al ejército auxiliador del Perú sin tener la seguridad del éxito”.
Castelli pactó una tregua con los realistas, que éstos no respetaron, y sorprendieron traicioneramente a las fuerzas criollas derrotándolas en Huaqui el 20 de junio de 1811. Castelli se juntó con Balcarce y su secretario Monteagudo y se dispusieron a apechugar el contraste. Quería irse por un rato de tanta miseria, de los quejidos de los soldados heridos, del hambre de comida y justicia que lo rodeaba y que él mismo padecía. El Alto Perú era un infierno y en Buenos Aires conspiraban contra él. Se imaginaba a los saavedristas opinando sobre la guerra, decidiendo destinos sin siquiera saber dónde quedaba Huaqui en el mapa, como señalaba en una carta a la Junta: “V.E, con mejores conocimientos a la distancia que tengo yo a la presencia…”.
Estaba claro que sus enemigos de adentro no dejarían pasar la ocasión para sacarlos del medio, humillarlos y hasta encarcelarlos. Quizás en aquellas noches de charlas interminables en los valles andinos haya nacido el plan político que los morenistas sobrevivientes a la represión expondrían en la Sociedad Patriótica.
Tras la derrota, Castelli, no se daba por vencido y el 18 de julio de 1811 emitió el siguiente comunicado: “Si el pueblo es el origen de toda autoridad, y si el magistrado no es sino un precario ecónomo de sus intereses, es un deber suyo manifestar los motivos que determinan sus operaciones. Por esta consideración quiero anunciar anticipadamente al Ejército de la Patria, y a todas las Provincias del Río de la Plata, las justas y urgentes razones que tengo para resolver en una acción de guerra que sin duda será fatal para nuestros enemigos y feliz para nuestras armas. Es justo, es necesario exterminar a los liberticidas de la Patria, humillar a nuestros rivales, enseñarles a respetar nuestras armas y destruir, en fin, la causa inmediata de las zozobras que agitan nuestro territorio. La muerte será la mayor recompensa de mis fatigas, cuando haya visto ya expirar a todos los enemigos de la Patria, porque entonces nada tendrá que desear mi corazón, y mi esperanza quedará en una eterna apatía, al ver asegurada para siempre la libertad del pueblo americano”.
Pero tras la derrota de Huaqui, el gobierno porteño mandó a detener a Castelli. Se lo acusaba de “mal desempeño” político y militar en el Alto Perú. A su regreso a Buenos Aires, el Triunvirato lo procesó y encarceló, aunque el juicio nunca llegaría a su fin.
El 14 de febrero de 1812, en Buenos Aires, comenzaron las declaraciones de los testigos. Ni uno sólo de ellos testimonió contra Castelli y muchos elogiaron su patriotismo, a pesar de las capciosas preguntas de los fiscales que apuntaban a cuestiones tan “patrióticas” como saber si Castelli le había faltado el respeto al rey español Fernando VII y a la religión católica.
Pero en Castelli otro proceso más terrible que el judicial se había desatado hacía algunos meses. Una quemadura mal curada provocada por un cigarro, había dado inicio a un letal cáncer en la lengua. El 11 de junio de 1812 la Revolución comenzaba a quedarse sin voz. Un cirujano le amputaba la lengua a un Castelli que ahora sólo podía defenderse por escrito. “Yo no huyo del juicio; antes bien sabe V.E. que lo reclamé, bien cierto de que no tengo crimen”. Seguramente en aquellos terribles momentos el doctor Castelli recordaba la frase de su admirado Sócrates: “Los que sirven a la patria deben creerse felices si antes de elevarles estatuas, no les levantan cadalsos”.
Pocos son los amigos que lo visitaron por entonces, entre ellos, Bernardo de Monteagudo, que había asumido su defensa, y su primo Manuel Belgrano, que bajó “matando caballos” para estrecharlo en un abrazo.
Según la partida de defunción emitida por la parroquia de la Merced, en la noche del 11 de octubre de 1812 recibió todos los sacramentos. Pidió papel y lápiz y escribió: “Si ves al futuro, dile que no venga”. Así, Castelli, “el orador de la revolución”, murió de cáncer de lengua en las primeras horas del 12 de octubre, el “día de la raza”, una ironía del destino.
Referencias:
1 En Julio César Chaves, Castelli, el adalid de la mayo, Buenos Aires, 1957. 2 Ignacio Núñez, Noticias históricas, Buenos Aires, Jasckson, 1957. 3 Colección completa de los tratados, convenciones, capitulaciones, armisticios y otros actos diplomáticos de todos los Estados de la América latina, comprendidos entre el golfo de México y el cabo de Hornos, desde el año de 1493 hasta nuestros días, Volumen 1, Madrid, Editorial Carlos Bailly-Baillière, pág 171. Fuente: www.elhistoriador.com.ar
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