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Foto del escritorCharles Gutierré

Hasta los cien no paro


Estación Lomas de Zamora

Enviado por Maria Teresa Zubiría E-mail: tetezubiria@hotmail.com

.Mi razón no pide piedad, se dispone a partir, una historia me recordará vivo. No me puede el olvido vencer hoy como ayer siempre llegar, en el hijo se puede volver nuevo, ronco al gritar que volveré, repartido en el aire siempre, siempre.

(Mercedes Sosa)


Hablar de Lomas de Zamora es hablar de una de sus calles, Carlos Pellegrini, y con cuidado detenerme en una de sus tantas casas, que es la casa de mi abuelo paterno, el papá de papá, don Roberto. En esta casa pasamos con mi familia algunas vacaciones de verano. Era una casa antigua, fresca y silenciosa. Los fondos daban para las vías del tren, cuya musicalidad estruendosa y despiadada se convertía en la banda sonora de mis vacaciones.


Cuando escuchaba un tren aproximarse, atolondrada salía corriendo a su encuentro. Agarrándome de la tela de alambre y arrebatada de sentimientos, pasaba por mí ese coloso, que retumbaba con el estrépito de su pasar, el piso de tierra y mis entrañas, con sus viajantes de rostros borrados por la velocidad. Presa de esta revolución, quieta me quedaba así, queriendo perpetuar estos instantes.


Viajar a Lomas era reencontrar un amor infantil que vivía al lado de la casa de mi abuelo, era un hermano de una amiga de mis primas. Alguna vez nos hablamos. Existieron pocas palabras, tal vez algunos suspiros, ninguno de los dos confesaba sus sentimientos por el otro, y silenciosamente se gestaba el amor. El último recuerdo que me lleva a su nombre es una pequeño paquetito que dejó en la casa de mi abuelo. Ese verano él estaba viajando y no nos veríamos. Al abrirlo, un perfume y una tarjeta sin palabras, porque su imagen todo lo decía: tenía una pareja de monitos, tomados de la mano. Con esta tierna confesión, poéticamente, él cumplía la misión de su corazón. La mía la cumplo hoy.


Pero hablar de Lomas es por sobre todas las cosas verlo a mi abuelo en su robusta presencia y su magnífica estampa. Sus malos humores casi indecentes y constantes. Pero era mi abuelo y yo lo quería igual.


Llegar a su casa y encontrarlo era tener que atravesar un largo corredor de su antigua casa que en mis recuerdos infantiles era como un túnel interminable. En su recorrido había que pasar por su cuarto, el living y otros espacios, hasta que por último llegaba al comedor, frío, silencioso, solemne, donde parecía que las agujas resentidas de un reloj habían parado, con pisos de madera que crujían al pisarlos bajo un cielo raso alto pero tan alto que se confundía en mi vasto imaginario con el infinito azul. Al fin de esta travesía, mágica y fantástica, lo encontraba a él, allí sentado, imponente inerte. Allí, en la misma silla de siempre, en el comedor diario. Su recuerdo se petrificó en mi memoria, al igual que un ancestral ser vivo lo hizo en la piedra, intactas su imagen y su presencia ,que despertaban en mí, por aquellos años, algo como el respeto y la ansiedad.


Don Pedro me recibía para las soñadas vacaciones de verano con su boina y su bastón, accesorio dispensable por su porte grande, fuerte y vital. Hoy al recordarlo veo que era muy contenido en su forma de expresar alegría al recibirnos, pero yo no me daba cuenta, lo quería igual, siempre lo quería igual.


El nombre de mi abuelo era Pedro Arturo Subirá. Nació en Buenos Aires, el 22 de diciembre de 1892. Hijo de Pedro Antonio Zubiría, natural de Almandoz (Navarra) y Feliciana Artinez, natural de Serandinas (Asturias). Se casó con Sara Isabel González, hija de Eulogio González (Santander, 12-3-1857) y Anacleta Pereyra. De su matrimonio nacieron tres hijos: Haydée Felisa Zubiría (Lomas de Zamora, 14 de enero de 1921-12 de febrero de 1995), Roberto Arturo Zubiría (Lomas de Zamora, 14-5-1923-Mendoza, 21 de abril de 1992) y Raúl Enrique Zubiría (Lomas de Zamora, 2 de noviembre de 1928-París 8 de febrero de 1993). Falleció en Lomas de Zamora, Buenos Aires, el 21 de abril de 1983, a los 90 años de edad.

Fue empleado en aduana argentinas, compañía a la que le dedicó toda su vida, y de la cual se retiró con honra y mérito. También fue presidente del centro vasco (Denak Bat) en ese departamento. Respetando su historia siempre nos decía: Uno puede quebrarse, pero doblarse, jamás”.


Una de las imágenes más marcadas de su personalidad era cuando erguía el bastón al aire y con una mirada dura y desafiadora decía así: Y ustedes, van a ver que yo hasta los cien no paro. Yo tendría 8 o 9 años, me deleitaba mirándolo, sintiendo un profundo orgullo de tener un abuelo tan decidido y capitán.


Cuando el último día de nuestra estadía llegaba, él me llamaba con el dedo indicador para ir junto a él y atravesando el mismo corredor que me vio llegar, me daba siempre un billete enrolladito con tanto cuidado, que según mi imaginación guardaría allí el cariño de abuelo que no sabia cómo dar. Y recuerdo que en las despedidas nos envolvía una mezcla de perfumes de laurel y limón, ofrendas que le hacía a mamá de retorno a Mendoza.


Querido abuelo, vaya a saber dónde estás. Tal vez hagas parte del éter o seas el perfume de la flor de un día. Quién sabe, por tu tozudez, podrías ser la savia de un árbol retorcido y nuevo de esos que duran y perduran casi 100 años. Quiero decirte que el sentimiento que guardo por vos es igual que cuando era chica, pero el respeto y la comprensión por tus duras miradas, tus tristezas más lejanas, se agigantaron con el pasar de mis años. Esa forma erguida y muy derecha con relación a la vida siento que corre en mis venas y con esto puedo entender que algo de vos permanece en mí y así, melancólicamente, me conformo.

Con amor, de tu nieta.

Si quieren enviar relatos de sus pueblos pueden hacerlo a:  delacalle.juan62@gmail.com

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