Figuritas repetidas en Iriarte…
Por Oscar Marzol E-mail: oscarmarzol@hotmail.com
Bien podían estar en una noche de enero, allá por 1960, colgados en el alambrado que separaba el estadio nocturno de los campeonatos de verano, en el Club San Martín, de las parrillas que abastecían de choripanes a los simpatizantes de los equipos en disputa.
El grito era inconfundible: me da un sanguche. Del otro lado, firme, un impertérrito e inconmovible don Mario Galli, integrante de la comisión, les contestaba: sorete, vaya a pedirle plata a su padre.” Podían también encargarse, a la pasada, del perrito hinchapelotas y gritón de don Miguelito Nasissi, al que, en más de una ocasión, hicieron pasar por debajo de la puertita de alambre tejido de una soberana patada en el culo. O bien, liquidando en yunta (¡siempre en yunta!), a la finalización de un baile, los restos en los vasos de las mesas del club.
¿Acaso era posible para Corina Peroni conservar intactos, sobre las mesas de la .fonda., los platitos con maníes para acompañar los aperitivos de sus parroquianos? ¿Para don Juan Garay, las bolitas de acero de los rulemanes, que prolijamente limpiaba con gasoil en un tarro de dulce de batata? ¿Para doña Pepa Oraci, cerrado el frasco grande de vidrio con bolitas de .mármol. que vendía por unidad? ¿Para don Pedro Aramburu recuperar las pelotitas negras de los partidos de pelota a paleta que se iban del marco de la cancha?
¿Para los viejitos Marinelli, la tranquilidad de sus peces de colores en el estanque de la quinta? ¿Para Manolo Anca Díaz, la paz y los nidos de sus palomas en el palomar circular? ¿Para don González – el peluquero -, los duraznos y ciruelos de su quinta?
Ni qué hablar de don Ernesto Amicucci, cuando invadían detrás de su mostrador, en una apertura desenfrenada, las latas cuadradas con vidrio circular de Terrabusi.
Y qué, de las maderitas de todo tamaño en la carpintería de Tulio Carassai. Qué pobre pajarito podía mantener en orden su nido, sus huevitos o sus pichones. ¿Podía, acaso, el petiso José Arroyo – encargado del cuidado de la plaza central – evitar que ellos pusieran sus tramperas para cazar .cabecitas negras.? ¡Sólo si era capaz de suspender su siesta!
Ellos también debían dormirla, porque su padre los obligaba a acostarse mirando hacia lados opuestos, a fin de evitar que se miraran y confabularan.
Tantas veces él amagó con irse, haciendo ruido de pasos, como si se retirara de la habitación, con chancleta o cinturón en mano.
Ellos, indefectiblemente, caían en la trampa y la ligaban. Aún así, otras tantas se escaparon. Aún casi puedo verlos, aprovechándose de su gran parecido.
El querido y recordado Nicolás Mateljan – gran amante de los discos de Rodolfo Biaggi, aunque al escucharlos solía roncar profundamente – se las tenía .jurada…. ellos se encargaban de complicarle la vida.
Uno le pegaba un chirlo en la cabeza, así era como aquel le juraba venganza. Entonces, ellos se escondían y se cambiaban de ropa.
Cuando Nicolás agarraba al falso culpable, que se le había acercado pseudo-ingenuamente para que mordiera el anzuelo, el verdadero acudía en risotadas al lugar para consumar el engaño y provocar el festejo general de los presentes.
Nunca pudo el pobre Nico, ni aún de grandes, saber a ciencia cierta con quién hablaba. También los recuerdo participando, según relatos de terceros, en alguna anécdota femenina con intercambio de personaje, ante la ingenuidad o la sagacidad de alguna pobre desgraciada o feliz afortunada.
Dicen que ellas admiraban su capacidad amatoria (¡claro, si eran dos!). Al menos a mí, no me consta. Estudiaron – internados – en colegios de curas. En esos meses el pueblo retomaba su tranquilidad. Allí, también cometieron algunas tropelías, pero como nos estamos refiriendo a su relación directa con el pueblo, pierden consistencia para esta semblanza.
Solían dedicarse – aunque nunca lo lograron plenamente – a la caza de perdices, liebres, antílopes, lechuzas, caranchos, chimangos, palomas y gorriones. En realidad, se ocupaban de todo tipo de animal volátil, terrestre, anfibio y/o cosa que se moviera.
Lo importante era para ellos (y sólo para ellos) apretar el gatillo. Después, que lo cargara, desplumara, cuereara, despanzara y comiera… ¡montoto! Incluso, les provocaba mayor hilaridad y placer cuando fallaban el tiro y el animal, en su desesperación, se convertía en un juguete.
Eran – y vaya si lo eran – capaces de vaciar cargadores enteros, aún ya sin ver al animal en su huida. A título de ejemplo sobre su capacidad imaginativa, vale la pena recordar que en julio de 1996, con cinco grados bajo cero, decidieron encarar una de las últimas estrategias para la caza del jabalí en La Pampa.
Cansados de sus fracasos anteriores, bajo las versiones de .guías especializados., .rastrojos de maíz., .reflectores., .apostaderos., .salidas a primera hora., .salidas a última hora., .noches con y sin luna., .perros adiestrados, hambrientos o no., .en camioneta o a pie.; consideraron oportuno (¡parecía inteligente!, porque las leyes naturales funcionan) llevar desde Iriarte una chancha de corral .en celo.; atada cuidadosamente a un árbol en medio del monte. Ella atraería la jauría completa y el éxito – esa vez sí – estaría asegurado.
El pobre animal viajó quinientos kilómetros parado en un pequeño trailer, con la aludida temperatura reinante. Cuando llegaron al monte, prefería una frazada antes que un novio. ¡Creo que no volvieron nunca más!
Para qué… Eran capaces de manejar situaciones por señas, movimientos de ojos y/o códigos imperceptibles para el resto. En cualquier viaje, mediante un planteo casi enojoso, solicitaban el cierre de las ventanillas, bajo el argumento de .correntada de aire., .polvillo molesto para la vista. o .ruidos molestos para la percepción auditiva clara de la radio..
Ni bien lograban el objetivo, procedían a la descarga silenciosa de .gases naturales del cuerpo., que ante la percepción tardía del resto de los viajantes, provocaba en ellos una incontenible carcajada.
También se los supo ver en los corsos de carnaval, disfrazados de tentadoras mujeres de tacos altos y bombachita chica. Allí, desplegaban un cierto anonimato que, al principio, les permitía .cargar. a los hombres desconfiados.
Al igual que con el perro de Miguelito, ante el menor intento de abuso manual, ellas devolvían una inmediata y certera patada en el culo, perdiendo de ese modo, la elegancia y sensualidad desplegada e incluso algún zapato. Las noches de nuestro pueblo – demasiado tranquilo – nunca ofrecieron muchos atractivos.
Despreocupados ante el infortunio, ellos – siempre juntos – , con algunos otros, salían de gira en cualquier vehículo, munidos de la tradicional y ya casi desaparecida honda o gomera con piedras, pilas, bolitas, encendedores y/o cualquier otro objeto que por ella pudiera ser lanzado. No tenían intenciones mortales, sólo querían observar la curiosa, desesperada, insólita y confundida reacción de todo perro o gato que circulara en aquellas horas.
Confieso que en alguna incursión tuve el honor de ser invitado. Aún me río con sólo recordarlo. Son los mismos que ante el cuidado de su abuela frente a los codiciados paquetes de amaretis se encargaban de comerle unos cuantos, cerrar el envase cuidadosamente y, a efectos de devolverle su aspecto de inviolado, le cortaban un pedazo equivalente al volumen consumido.
Con el correr de los años, uno de ellos se dedicó activamente a los negocios y el otro a contar historias de epopeyas femeninas.
Se los llegó a conocer como los Hermanos Cuesta, en alusión a los folkloristas. Porque la comunidad decía: “¡a uno cuesta cobrarle y al otro cuesta creerle!”
Aún hoy, ya superando los cincuenta años, se los puede ver circulando por el pueblo. Cuando lo hacen .en yunta., la gente, preventivamente, se predispone en estado de .alerta..
Eso sí, y ya para cerrar este liviano relato de dos personajes, es preciso comentar que en ellos se ha producido una transformación asombrosa en cuanto a la personalidad.
Hoy, mayorcitos, casi no les permiten a sus hijos pronunciar malas palabras.
Estoy refiriéndome, con una insinuante sonrisa en los labios, a los mellicitos Marzol, mis hermanitos menores.
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