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Derqui


Derqui era un simpático pueblo que se desarrollaba sobre la Estación del ferrocarril General Urquiza. Su destino, como el de tantos pueblos rurales, se truncó con la desaparición del ferrocarril. Ahora -paradoja argentina- muchos políticos hablan de programas llamados “Volver”, o de incentivos para que la gente regrese a sus pueblos natales, para descomprimir las atestadas ciudades que ya no ofrecen oportunidades como antaño.


Una vez leí que a las ciudades se entra y a los pueblos se llega. Derqui está a unos 40 kilómetros de la ciudad de Corrientes. Tiene una expresión única, una singularidad que atrapa. No es un lugar pujante, ni floreciente. Es, a decir de muchos, “un pueblo muerto, un pueblo fantasma”, porque los órganos vitales que alguna vez le irrigaron actividad y empuje perecieron, al calor de la urbanización y del “progreso”.


No hay error posible. El pueblo tiene un único acceso y su nombre está colocado sobre una base de cemento, con letras de chapa doblada y oxidada. La primera señal de vida es el cordón de casas construidas en hilera. Allí se ubican la escuela, la carnicería, el almacén de “don Tito” y el viejo despacho de pan.


Yo sigo mi viaje por las calles anchas e imprecisas. Volví a elegir la estación abandonada del ferrocarril. La enorme puerta de lo que en su momento fue el salón central está abierta y sus vidrios superiores destrozados. Una de sus hojas está sostenida de una sola bisagra. Es peligroso guarecerse allí, porque todo está a punto de derribarse. El piso es de amplios mosaicos blancos y negros, y las ventanillas de la boletería están clausuradas con chapas y maderas cruzadas.


Cierro los ojos y trato de ponerle vida al lugar. Revivo el movimiento que supo tener y que tantas veces describió mi padre. Hasta creo sentir la vibración del piso cuando se acerca el tren. Hasta creo verlo a él, de pantalón corto, subirse intrépidamente al vagón.


La cabina de los guardabarreras tiene apenas la estructura original sustentada por dos o tres palos afirmados contra ella. A pocos metros, dos viviendas pequeñas, que fueran habitadas por los trabajadores del ferrocarril.


Mi padre contaba que aquella fue la época de oro de Derqui. La gente viajaba hacia la ciudad a hacer compras, iba al hospital, estudiaba, vendía sus productos, formaban parte de un pueblo grande que los comprendía a todos. Pero, con la muerte del tren, quedaron aislados y casi sin esperanzas.


La estación ferroviaria se inauguró en la primera mitad del siglo pasado y con ella fue formándose la población. La actividad comercial tuvo su esplendor en la década del 50 – 60 y estaba compuesta por acopiadores de aves y huevos, almacenes de campaña, viveros y agricultores de cereales. También existían importantes tambos y por supuesto la pesca (quizás es lo único que queda a medias hoy, debido a la depredación en el Río Paraná).


Pero la desaparición del tren -como ocurrió en tantos lugares- condujo a la desaparición del pueblo, dejando en la calle a los obreros y en la miseria a sus familias.


¿A quién puede importarle un puñado de personas y sus proyectos, su arraigo, su trabajo y sus vínculos con un lugar? Lo cierto es que ahora -paradoja argentina- muchos políticos hablan de programas llamados “Volver”, o de incentivos para que la gente regrese a sus pueblos natales, para descomprimir las atestadas ciudades que ya no ofrecen oportunidades como antaño.


Antes los dejaron morir y hoy, como por arte de magia, quieren devolverle a la gente las ganas de empezar de nuevo en sitios que lo han perdido todo y en donde hasta los recuerdos agonizan.


Fuente: Corrientes Hoy

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