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Foto del escritorCharles Gutierré

Bayauca: Nostalgias atardecidas (parte II)


Enviada por: Gustavo Vaso  E-mail: losdesiempre64@hotmail.com Hoy, la segunda parte de esta historia de Bayauca.

El adiós

Todo el día anduvo de casa en casa de amigos y conocidos con saludos cortos pero llenos de calor, con abrazos y lagrimones y a todos les decía que esa tardecita los quería tener en lo del “ñato”, porque tenía que irse por largo tiempo y pensaba dejarles algo que él mucho quería.

Atardecía el sábado en la cancha de paleta. Todavía la luz del sol se filtraba generosa por el lado del mercado de la “Rubia” Moreno; de la carnicería del “Galgo” Musso.

En la cancha de paleta había un desafío bravo. Estaban jugando “Rigoletto” y “Pirulo” González contra Luis Lujan y “Garibaldi”, y el tanteador estaba para los primeros, dieciocho a catorce. Entre las muchas personas que miraban el partido apostando y alentando a unos y a otros con fervor, estaban el “Gordo” Rodríguez, “Parrita”, Miguel Elias, Celso y “Gugui” Rorelli, Julio Benzí, el “Gallego” Liona, “Pechólo” Gabriel, el “Viejo” Torrilla, Marcelo Musso y otros pelotaris bayauquenses que veían a sus compañeros de ese noble deporte entregando su alma y su corazón en cada tanto, en cada corrida. Más cuando una pelota daba en el tambor y el que tenía que devolver salía disparado como una bala para llegar al frontón y levantarla antes que fuese mala.


Era un gusto ver tanta fuerza y destreza en esos deportistas que no cejaban en su empeño hasta el último tanto.

Adentro, en el boliche, había varias mesas de mus, truco y tute cabrero. Entremezclado con los presentes andaba Ernesto -que le había dejado la guitarra al “ñato” Lujan – abrazándose con todos, como si nunca más los fuese a ver.


Cuando ya la noche terminaba de empujar a la luz del sol detrás del monte de La Paloma, todos rumbearon para el salón y los amigos del guitarrero le pidieron que tocara algo. No se hizo rogar el payador, más encontrándose entre amigos de toda la vida. Allí estaban los estibadores del galpón con los que había cinchado hombreando bolsas; también los veteranos de las mesas de naipes y los pelotaris que se quedaron después del partido tomando algo fresco para escucharlo.

Todos sabían que no era tiempo perdido oír a ese payador bayauquense con su guitarra. Era un deleite, y así lo confirmaba cada una de las piezas que interpretaba. La guitarra con sus sones llenaba el ámbito del boliche y colmaba de felicidad a los presentes. Rasguitos de malambos, vidalitas, valcesitos que le hablaban al amor y a la nostalgia y que la voz del cantor endulzaba hasta empalagar. Milongas que se floreaban con cantares a los chateros, al domador, a los hombres de campo. Todo era mágico y nadie se movía de la cantina, cuando pasadas las diez de la noche entró el agente Díaz, miró y saludó con un gesto de la mano a todos y decidido se dirigió al guitarrero. Algo le dijo al oído y se apartaron a un rincón donde en voz baja conversaron.

El silencio era total. Todas las miradas estaban puestas sobre los dos hombres que hablaban sin estridencia. Ernesto se encaminó hacia donde había dejado su guitarra, la enfundó, se acercó al mostrador, giró hacia los presentes y les habló:


-Yo nací en Bayauca, me crié entre ustedes, fui a la escuela con casi todos, trabajé a la par del que más y un día me fui de Bayauca pudiendo haberme quedado. Ahora me tengo que ir queriendo quedarme y no puedo. Acá les dejo mi guitarra, y ustedes saben cuánto valor tiene para mí. No sé si retornaré, pero mientras dure mi ausencia cuídenla. Forma parte de mí. Yo soy la guitarra y si ustedes me aprecian, valórenla. Cualquiera puede empuñarla y tocar. Los sonidos salen solos. Ustedes me escucharon recién.


La música brota de adentro de la caja como un duende melodioso. La oyen los nostálgicos. Los que le rinden culto a la amistad. Los que aman el lugar donde han nacido, sus raíces. Los que tienen oído para escuchar el murmullo de amor de una brisa atardecida. Pero les hago una advertencia: no la desenfunden para acompañar coplas cargadas de odio, que hieran, que ofendan. No enhebren frases ofuscadas que siempre son para mal. Esta guitarra no está hecha para eso, fue construida para cantarle al amor.


Dicho esto, entregó la guitarra al “ñato” y salió a la calle; montó en su caballo y se perdió en la noche. Todos se volvieron hacia el policía que en silencio permanecía en el lugar. Y Díaz dijo:

-Esta tarde se comunicaron conmigo desde Viamonte preguntándome si sabía algo sobre un tal Ernesto Heredia, vecino de Bayauca que hacía unos años ya estaba trabajando en una estancia de Chancay y tres noches atrás había tenido un altercado con otro hombre. Y que la cosa terminó mal. El hombre está en el hospital de Viamonte con una fea herida en el pecho, y no se sabe si se salvará. Por eso lo buscan a Ernesto.


Después me comuniqué con un amigo de Chancay y le pregunté cómo había sido el hecho. Me contó que un sotreta lo había provocado. Se había burlado de las canciones melodiosas y nostálgicas que interpretaba y cantaba Ernesto, y todo terminó a los planazos. Y que después del encontronazo el payador dijo que se iba a entregar a la justicia, pero antes pensaba abrazar a sus amigos y dejarles lo que más quería.


El policía hizo una pausa y agregó:

- Sé que incumplí mi deber, pero no es de criollo quitarle la libertad a un hombre cuando ha peleado por su honor. La justicia nunca lava el honor.

Pasaron dos años y la guitarra permanecía enfundada. Y nadie la había usado. Porque no se olvidaban de las palabras de Ernesto y porque en Bayauca no se toca la prenda ajena, cuando el que la dejó cayó en desgracia.


De vez en cuando el “ñato” le pasaba el plumero o un trapo húmedo a la funda del instrumento que siempre estaba ahí, esperando la vuelta de su dueño.

Duelo criollo

Había llovido todo el día anterior y era verano; una de esas tormentas pesadas, pegajosas, agobiantes, que para colmo de males, cuando dejaba de llover, aparecían tropillas de mosquitos, por el tamaño.

Era tiempo de cosecha y los parroquianos del “ñato” pasaban la velada charlando o en las mesas de truco, mus y copas cuando a eso de las cinco de la tarde entraron a caer desconocidos al boliche. Eran siete. Arrimaron dos mesas y pidieron cervezas. Eran cosecheros que estaban trillando en Santa Brígida y como había llovido pararon y se largaron al pueblo a tomar algo.

Uno de ellos, un petimetre que después se supo era hijo del dueño de las máquinas y estaba a cargo de la gente, desentonaba del grupo que bebía calladamente. Era un compadrito que baladroneaba y provocaba a los parroquianos entre los que se encontraba Atilio, un muchachón más bueno que el pan, que trabajaba de ayudante de Pedro en la cuadra de la panadería de los Salomón.

Nadie respondía a las bravatas del forastero, y el “ñato” ya lo miraba mal, cuando el provocador se levantó y fue al mostrador a buscar más cervezas. Allí vio la guitarra.


¡Patrón! – le dijo al cantinero – ¿Me permite la guitarra?

El .ñato” pensó en negársela, por lo que esa guitarra significaba para todos, pero optó por dársela para ver si se calmaba. Fue peor.


Empezó con coplas soeces y siguió con insultos hirientes. En un momento levantó la guitarra en alto y sin darse vuelta gritó:

- ¡Patrón! Esto suena como la mona, ¿con qué la encordó? ¿Con tripas de gato? ¿No hay una guitarra que suene bien en este pueblo mugriento?


Y lanzó una risotada. Y cuando bajó la guitarra enfrentó la mirada de Atilio y le espetó:

- ¿Qué miras vos, marmota? ¿Nunca viste un hombre bien vestido?

Atilio no aguantó más los pesados e injuriosos improperios. Se levantó y antes que pudieran atajarlo le metió una piña en la cara al fanfarrón que rodó bajo una mesa, mientras le decía:

- No te pego por lo que me dijiste a mí, sino porque con tus sucias manos estás profanando la guitarra de un amigo querido y con tu asquerosa boca ofendes a mi pueblo.


El caído se levantó con un hilo de sangre brotando de su boca y empuñando un cuchillo. Pero cuatro brazos lo inmovilizaron. Eran el “Bacán” y Castillo que le obligaron a tirar el arma.


Maneado, mientras se retorcía en la postura el provocador gritaba:

-¡Gauchito mugriento! Vení a pelear, no seas maricón. ¿Le tenés miedo a la muerte? ¡Y ustedes suéltenme, que voy a ensartar a esa basura como churrasco de croto!

Los seis acompañantes del forastero, como no eran del mismo palo, no se metieron.

En silencio Atilio se acercó al “ñato. que le alcanzó un cuchillito verijero y mientras el desafiante seguía gritando improperios, dijo serenamente:

-¡Lárguenlo! Ofendiste la memoria de un amigo y a mi pueblo. Y eso se lava con sangre, de la tuya o de la mía. Vamos a la cancha de paleta y que sea lo que Dios quiera.

Y la cosa fue a cuchillo nomás.

Allá junto al frontón Atilio aguardaba al forastero, que cuando estuvo a tres metros se lanzó a la carrera, a los gritos y revoleando el cuchillo; y pasó de largo en la primera embestida, dando con la cara contra la pared y recibiendo un corte en la quijada. Se volvió manando sangre y ciego de rabia con el arma en ristre tiró otra puñalada. Atilio se hizo a un lado y lo tajeó en la mano, mientras le gritaba:

¡Mejor que pares, porque en la próxima te parto el corazón!

¡El que tenés que parar sos vos!- le gritó alguien que se acercaba.


Era el agente Díaz de civil que se había estado cortando el pelo en lo de Prumar y cuando oyó el bochinche se vino para la cancha. -¡Atilio!- ordenó- ¡Bajá el arma antes que cometas una locura!

Y Atilio bajó el arma. El compadrito aprovechó la ocasión, y cobardemente hundió su cuchillo en el cuerpo del indefenso, que cayó mortalmente herido entre borbotones de sangre que manaban de su pecho.


Díaz dio un salto para quitarle el arma al homicida y éste le largó una puñalada que el policía esquivó, pero no pudo evitar ser herido en un hombro y cayó al suelo junto al malogrado Atilio, que cara al cielo miraba con los ojos ya sin luz, como su alma se alejaba hacia el lugar de donde nunca más iba a retornar. Y cuando el asesino volvió a tirar otra puñalada a Díaz para rematarlo, éste desenfundó y desde el suelo le abrió un boquete en la frente con el disparo de un 38 largo.


Los veinte parroquianos y el canchero que desde la margen de ingreso a la cancha miraban azorados lo que estaba pasando, no salían de su asombro. Nunca había pasado algo igual en Bayauca. Y esto les afectaba hondamente. Más por la muerte del buen Atilio. Pero todos reaccionaron ante el drama: unos buscaron al doctor D’ Arienzo. Otros hablaban a Lincoln por una ambulancia. Los más asistían al policía herido y todos lloraban la muerte del amigo caído arteramente.


A la noche, ya la madrugada, cuando todo había vuelto a su aparente normalidad después del drama vivido que era el comentario obligado de todos y causaba escalofríos en el pueblo, el “ñato” comenzó a ordenar el salón y se dio cuenta de que la guitarra no estaba por ningún lugar. La funda sí. Había quedado sobre una mesa. Pero la guitarra no. Con el farol la buscó por los distintos cuartos. Debajo del mostrador. Hasta atrás de las vitrinas y escaparates de las bebidas, pero la guitarra no aparecía.


Cuando agotó su búsqueda dijo para sí, pero en voz alta: “¡Ahijuna! ¡La gran siete! Alguien aprovechó la bolada y se robó la guitarra. Hay gente para todo.” Después recapacitó y pensó que algún amigo la habría llevado a su casa para esconderla hasta que volviera la calma, porque la guitarra había sido parte del drama y por ahí la policía se la llevaba y no la devolvía más. “¡Ya va a aparecer!”, se conformó.


Pasaron los días, las semanas, los meses, y nadie daba señales de habérsela llevado y eso que el “ñato” le preguntaba a cada uno de los que habían estado esa tarde trágica si algo sabían. Sólo comentaban lo vivido en esa oportunidad.

Y fue quedando en el olvido. En el recuerdo.


Cuando el “ñato” se fue a servir copas a un boliche del más allá, su hermano Luis siguió a cargo de la cantina de la cancha de paleta; y por haber vivido la ida del payador y la muerte de Atilio, Luis era el referente obligado de aquellos hechos que con el paso de los años se fue convirtiendo en leyenda.


Lamentos de guitarra

Pasaron los años -medio siglo- y un día, dos nostálgicos nacidos en Bayauca que volvían a su pueblo pidiendo perdón por su ausencia, juntando recuerdos y derramando lágrimas, llegaron hasta la cancha de paleta y vieron todo más viejo, como ellos. El espejo de la vida les devolvía la imagen de los años transcurridos.


En el lugar no estaban las voces del ayer, los gritos y las corridas por la cancha para alcanzar y devolver la pelota violentamente contra el frontón. Todo era silencio. Había muerto la vida que ellos recordaban en el lugar. Especialmente uno de los visitantes, que por años jugó a diario en esa cancha.

Ahora, mientras el compañero de ruta lo contemplaba desde el borde de la cancha; y Gustavo Basso -el cantinero- apoyado en el marco de la puerta que de la cantina da a la cancha, observaba todo respetuosamente, él caminaba junto a la pared y la acariciaba con la yema de los dedos -la parte más suave de la mano- como si acariciara una criatura, el rostro de la madre, los labios de una novia. Como si abrazara los fantasmas de la primera juventud.


Su alma y su imaginación ponían delante de sus ojos al “Coco” Bovero; al “Goyo” Marino, Jorge Galardo, el “Negro” Fernández, Ramoncito Machicotte, “Cacho” González, Miguel Pereira, al “Macho” González, que comían y gritaban con él bebiéndose la vida en tragos generosos, sobre ese piso de cemento y partiendo el aire al medio en cada paletazo sobre el frontón, hoy carcomido por el tiempo, que implacable envejece y termina sepultando lo que ayer fue parte de la vida.

Soñaba con el ayer y parecía flotar en una nube de recuerdos; de amor por la vida que le había dado la revancha de volver a ver todo aquello; cuando de pronto los dos visitantes se miraron, y girando en derredor y elevando la vista al cielo y a los costados, se preguntaban de dónde salía esa música. Era un rumor, un lamento de guitarra. Unos maravillosos acordes que todo lo envolvían, como si estuvieran en un concierto de Falú, Yupanqui, Di Fulbío, “Juanjo” Domínguez. Era como si se encontraran en un templo a cielo abierto escuchando una música celestial.


Ambos lo miraron a Gustavo, interrogándolo.

-¿Qué oyen?, dijo el cantinero con una sonrisa en los labios. Eso que ustedes escuchan a otros bayauquenses ya les pasó. Gente nacida en Bayauca que por esas cosas de la vida se fueron y un día volvieron, corno ustedes, a visitar la cancha. ¡No! No es ningún vecino que pasa música. Y sólo ustedes la escuchan. Esa guitarra suena sólo para ustedes, los que se tuvieron que ir y a los que un día los devuelve la nostalgia. 


Como esto que les pasa a ustedes ya le pasó a otros, recordé lo que decían los viejos de Bayauca. Averigüte; todo sobre aquel drama que ocurrió hace mucho; y creo haber encontrado la respuesta. O por lo menos la imagino. ¿Se acuerdan lo que pasó aquí mismo cuando ustedes eran pibes? ¿De las muertes que ocurrieron en la cancha, donde ahora ustedes están parados? ¿Recuerdan la historia de la guitarra que dejó el payador? Aquella guitarra no fue robada por nadie. La noche de la tragedia de hace cincuenta años hubo odios; hubo muertes. Y lo había advertido el payador que nunca volvió.


Ese instrumento no estaba hecho para el odio y la muerte; y ésa misma noche se desvaneció y su espíritu se convirtió en lamentos de guitarra. Ahora ustedes la escuchan y como dijo su dueño, el sonido de la guitarra sale sólo de adentro de la caja. Es como un duende que únicamente oyen los nostálgicos, los que rinden culto a su pueblo y a la amistad con la gente que quedó. La oyen sólo los que tienen oído para escuchar el murmullo del dolor, que flota en una brisa de amor de nostalgias atardecidas.

Luís Alberto Benzi (Bocha)

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