Bayauca: Nostalgias atardecidas (parte I)
Enviada por: Gustavo Vaso E-mail: losdesiempre64@hotmail.com
Dedico este cuento a todos los hermanos bayauquenses que por esas cosas de la vida tuvieron que alejarse de su pueblo y hoy, en la distancia, añoran y hasta sufren y derraman una lágrima de amor por su pueblo querido, porque allí dejaron su corazón penando por los buenos viejos tiempos vividos.
Nostalgias atardecidas La nostalgia es el regreso y el dolor. Es la tristeza de verse lejos de sus raíces. Es la desazón causada por el recuerdo de un amor perdido. El atardecer, es la agonía del final cercano. Es el tiempo que queda de vida hasta que la luz desaparece en el horizonte, y la noche lo cubre todo. Nostalgias atardecidas son sentimientos que afloran con todas sus fuerzas cuando estás lejos de un bien querido, y ya no queda tiempo para mucho. Por eso No se olviden de Bayauca, hay mucho que recordar. Cada cual tendrá lo suyo. A veces es bueno llorar.
Luís Alberto Benzi (Bocha)
Ernesto nació en Bayauca -en el otro barrio- en el rancho de un padre molinero y trabajador de campo y una madre ama de casa. Lo bautizó el padre Surce. Hizo la primaria en la 17, y cuando estaba en sexto grado murió su padre. Un caballo lo tiró mal y se fue a domar al cielo. Al año siguiente lo siguió su madre -una mujer muy buena- que según dicen murió de una mala enfermedad. Ernesto siempre pensó que de tristeza, la nostalgia por la muerte del compañero, también se la había llevado. En esos tiempos el amor era cosa seria.
Ernesto quedó a cargo de una tía, viuda de un resero, guitarrero y payador.
Cuando tenía trece años ya hacía las más variadas tareas en las chacras de Bayauca; y después del servicio militar, en tiempos de cosecha era bolsero en los galpones y seguía peonando durante el resto del año.
En los días de lluvia del verano -o en los siguientes- cuando los chacareros no mandaban las bolsas de la cosecha porque tenían que darlas vueltas para que se orearan, Ernesto se reunía con sus compañeros y amigos – que eran todos los del pueblo- en la cancha de paleta del “ñato” Lujan donde charlaban y despuntaban el vicio. Allí Ernesto aprovechaba para guitarrear, arte que sin mucha técnica -de práctica y oído nomás- había heredado de su tío. Pero Ernesto suplía su falta de estudios musicales con un profundo sentimiento de lo que hacía, y de su guitarra brotaban coplas y canciones populares que recibían el mejor de los aplausos: la mirada agradecida de sus amigos.
Fueron los Piumazzí quienes lo encaminaron en el arte de la música, enseñándole a marcar el compás y pronunciar las notas, lo que unido a su innato oído musical lo convirtieron en un buen guitarrero y cantor.
Un día, vaya a saber por qué, Ernesto metió sus pilchas en una bolsa y a caballo se fue del pueblo con su guitarra cruzada a la espalda. Rumbeó para Chancay, donde un amigo le había conseguido trabajo en una estancia; y había buena paga.
Poco y nada se supo de él hasta que ocho años después, por esas cosas de la vida, tuvo que volver a los caminos. Su caballo, la guitarra y el perro eran todo su capital.
Los Morillas
Primero fueron dos chajaes – bichos alcahuetes sí los hay – y después los teros que anunciaban que algo se movía en el campo. Pero en la chacra de los Morillas nadie les prestaba atención cuando se trabajaba. Y los Morillas estaban trabajando, como siempre, “Pepe” y Carlos empuñando la horquilla emparvaban y Miguel tiraba la “cigülde;a” elevando el montón de alfalfa. “Coco” cuidaba los chanchos y “Chiquitín” arreaba las lecheras para el corral. Amelia y Joaquín hacían el tambo de la tarde.
Los primeros en verlo fueron los emparvadores, que desde arriba miraban cuando un hombre de a caballo se apeaba en la tranquera de entrada, frente al camino real que une Bragado con Los Toldos y Lincoln, costeando las vías del Sarmiento, y los demás lo notaron cuando al tranco de su caballo se acercaba a la casa y los perros salieron a recibirlo.
Amelia, cargaba dos baldes llenos de leche y caminaba hacia la cocina para hervirla, cuando lo vio y le gritó a Joaquín:
- ¡Viene gente!
Con la cabeza pegada a la panza de la lechera que ordeñaba, sentado en el banco de ordeñe y sin dejar de tirar las tetas, Joaquín le contestó:
- ¡Fíjate quién es! Ya termino y voy.
El visitante de espesa barba y vestido con la ropa propia de un gaucho: chambergo, botas gastadas, una guitarra cruzada a la espalda, y un puñal que asomaba bajo su chaqueta, donde un rayo de sol se astillaba sobre la guarda, animó su caballo a la bebida, del lado de afuera del corral y junto al molino; y mientras la bestia calmaba la sed, sin desmontar, lo miraba a Joaquín que con dos baldes de leche caminaba hacía la tranquera del corral.
- ¡Tomá Pepe!- le dijo a su hijo mayor, que junto con los hermanos habían venido hacia la casa, de curiosos y para no seguir trabajando- Lleva estos baldes a tu madre.
Cuando se acercó al gaucho, éste le sonrío y le saludó con un .¿Qué tal don Joaquín?., mientras tendía su mano para estrechar la del dueño de casa.
Joaquín entrecerraba los ojos tratando de identificar al paisano. El gaucho le advirtió la confusión y mientras desmontaba y lo abrazaba le decía:
Soy Ernesto. El que hombreaba bolsas en los galpones de Bayauca con Humberto Tortilla, “Pitongo”, “el Bacán”, “Juanillo” Carini, Luís Lujan y tantos otros; “Pepete”, y Reinaldo Carini eran los aguateros.
-¡Cómo no me voy a acordar! Si todavía están y Juan Urquiza y Saúl Percovich, que estiban, dijo Joaquín.
Y cuando usted arrimaba la chata -prosiguió el visitante- siempre eran más de doscientas bolsas de girasol las que teníamos que bajar y atrás suyo ya estaban “Coco” Tomissi, Joaquín Treviño, José Spirolazzi. ¡La pucha! ¡Qué chateros! Y Nicolás Cañé, el “Pelao” Brondel, Bruno Posse, Frazzone. ¿Vio que me acuerdo? Y hay tantos más. Pasa que lo que se quiere no se olvida y esa gente como usted, honestos y trabajadores, no se pueden olvidar por más que uno se ausente del pago.
Amelia -desde abajo del alero del rancho- y los cinco hijos no se perdían palabras, hasta que Amelia gritó: .¿Se van a quedar ahí toda la tarde? ¡Joaquín! Vengan para la cocina a tomar unos mates; y los chicos también que tienen que tomar la leche..
Pasa Ernesto -dijo Joaquín- Al principio no te conocí por la barba. Te me despintaste. ¿Pero qué andas haciendo? ¿A qué se debe tu visita? Mirá que hacía años que no se te veía el pelo.
Y cuando ya entraban a la cocina Joaquín se dio vuelta y le pidió a “Coco”: .Desensíllale el caballo y ponélo a la sombra..
Ya dentro de la casa el gaucho saludó a la patrona, pidió permiso para dejar la guitarra sobre una silla y se sentó frente a Joaquín en los bancos de madera alrededor de la larga mesa junto a la pared, -¡Pero qué sorpresa! ¿Qué te trajo de nuevo al pago?
-Voy de paso. Vine a saludarlo, dijo el visitante, y ando con un buenas tardes y un hasta siempre. Tengo que emprender un largo viaje y no sé cuando volveré, si vuelvo, pero no quería irme sin abrazar a la gente amiga de Bayauca y dejarles dos de las tres cosas que más quiero. Mi perro y mi guitarra. Al caballo lo voy a necesitar para seguir donde voy.
Amelia -y los cinco hijos varones- que habían hecho un alto en sus tareas para estar con la visita, escuchaban atentos y en silencio. Y todos entendieron que el hombre tenía muchas cosas para contar.
Fue Amelia la que cortó el diálogo preguntando y obligando, como era costumbre en el campo y una norma en lo Morilla: .Ernesto, usted se queda esta noche a cenar y dormir, ¿verdad?
A lo que el gaucho respondió: .Y bueno, patrona. Si para usted no es molestia los voy a acompañar. En ningún lugar como en este rancho de gente buena y trabajadora va a sonar mejor mi guitarra, si es que usted me da licencia para tocar algo después de la cena..
No había terminado de hablar el hombre cuando Amelia ordenó a sus hijos:
- Miguelito, buscá el gancho, andá al gallinero y agarrá dos pollos: el bataraz y el colorado que son los más gordos. “Chiquitín”, andá a la despensa, traé papas de la bolsa y ponéte a pelarlas. “Coco”, largá el caballo y ponelo con el “nochero” y después hachá leña, de la que está bajo el tinglado que es la más seca.
Vos Carlos, traé marlos de la troje y vigilá la leche que no se vuelque cuando hierva, después sacá media olla -en la enlozada- y hervíla con arroz, con cuatro pocillos de azúcar, vamos a tener arroz con leche de postre. .Pepe”, echále querosenes a los faroles y a las lámparas, y cuando se haga de noche prendélos, pero antes ayudálo a Miguel y cuando tengan los pollos agarrados retorcéles el cogote y colgálos de las patas abajo del paraíso. Yo llevo agua caliente y me ayudan a desplumarlos y limpiarlos. ¡Ah! Y que alguien llene un balde con agua de la bomba. ¡No! Mejor del molino que está tirando y sale fresca, y pongan dos botellas de vino para los hombres. Y vos Joaquín, no, si te ibas a andar escapando, bajá un jamón y chorizos y cortá para fiambre y también traé galletas de la bolsa.
El gaucho contemplaba todo ese movimiento con respeto y en silencio; porque cuando una mujer manda en un rancho, todos hacen caso.
Esa familia humilde y trabajadora que poco tenía, porque todo lo daba, era lo que él soñaba para sí. Y pensaba para sus adentros: “¿Por qué me tuve que ir de Bayauca para volver desgraciado? Si aquí lo tenía todo: amistad, solidaridad, respeto, el afecto de todos y quizás, por qué no, el amor de una mujer. Y ahora todo eso está perdido.”
La cena transcurrió entre recuerdos que cada uno traía a su memoria.
¿Se acuerda don Joaquín aquella vez, después de la lluvia grande, que cargó doscientas quince bolsas de girasol en lo de “Tonín” Zanoni y cuando llegó al bajo de lo Piumazzi la chata se le enterró hasta los ejes? Y gracias a esos seis caballos blancos de tiro y los dos cadeneros que se echaban hasta la panza tirando, salió del pozo y llegó bien a los galpones? ¡Qué caballos bárbaros que tenía! ¡Y qué chatero era usted!
Te devuelvo el cumplido -dijo Morilla- pero al final fueron ustedes los que cincharon porque tuvieron que hombrear y estibar. Y después de mi carga, venían las otras, las del “Chile” Orol, la de Ramón Ottaviano, del “Pelao” Brondel. Y no me olvido de mis hijos que las cargaron en el campo. Lindos tiempos. Todavía hago algunos viajes con la chata, pero nos dedicamos más al pasto. Ahora estamos en lo de Orol y después vamos a lo de Sánchez.
Y hablando de pasto -recordó el payador- ¿Y aquella vez que venía de Laplacette cargado de fardos y se le prendieron fuego? ¿Se acuerda como volcó la chata para apagarlo?
No, no se me prendieron, los prendí yo con la brasa de un cigarrillo. Venía fumando -vicio que no me puedo sacar- y había viento fuerte del sudeste. Me di cuenta cuando venía por lo de Leguizolo. Até las riendas flojas al pescante, monté el cadenero y me largué con todos los caballos a la carrera cruzando la chata de cuneta a cuneta para volcarla; y así llegué a la entrada del pueblo. Y como a dos cuadras detrás de la capilla doblé en una esquina y volqué la chata. ¡Qué incendio! Salvé los caballos, algunos fardos, la chata y a mí no me pasó nada, pero el fuego se desparramó y tuvieron que venir los vecinos para ayudarme a pagarlo. Pero hablemos de otra cosa -concluyó Morillla, porque Amelia ya lo estaba mirando feo y los hijos se mataban de risa – Veo que te acompaña la guitarra. ¿Siempre tocás y cantás lindo?
- Se hace lo que se puede, don Joaquín. Esta guitarra es para mí como una entraña, como el corazón. Lástima que tenga que abandonarla. Será como arrancarme algo de adentro. Pero no creo que haya mejor lugar que este para que la cuiden. En Bayauca está mi vida y voy a dejar mi corazón.
Todos sentían curiosidad en saber el por qué de su ausencia anunciada, pero por respeto, nadie escarbaba en la intimidad del payador.
Ustedes no van a creer -continuó- ésta es la misma guitarra que quedó de mi tío, y cuando mi tía me la dio me hizo una advertencia: que con ella nunca le cantara al odio o a la muerte. A nada que ofenda a Dios. Que le cantara a la vida, al amor, a la amistad, a la nostalgia y a tantas cosas lindas que nos da la vida. Pero nunca a los bajos instintos de la gente, porque esta guitarra no estaba hecha para eso. Si con sólo acariciarla, les juro que suena sola. De sus cuerdas brotan todas las armonías del espíritu que necesita el corazón del hombre cuando quiere cantar; cuando no tiene miedo de decir cuánto y cómo se debe amar para ser feliz, ni tiene vergüde llorar cuando son lágrimas de dolor o de amor.
Y diciendo esto desenfundó su guitarra, templó y esa noche en el rancho de los Morillas se oyó un sonido, mil sonidos de esa guitarra, que llenaban todo el ámbito como si salieran de las cosas mismas que los rodeaban.
La música parecía venir del cielo, flotar en el aire, posarse en las copas de los árboles y deslizarse por las paredes.
Joaquín, Amelia y sus hijos miraban esa guitarra y las manos del guitarrero que parecía que ni rozaban las cuerdas y escuchaban embelesados su voz y los acordes del instrumento del que manaba una música que los envolvía, como si siempre hubiese estado allí. Como si ellos fuesen los dueños de esos arpegios. ¿Dueños de qué? Si no era más que una familia que estudió hasta donde pudo y trabajó sin descanso más allá de lo que podía, con la honestidad con la que había sido educada por sus padres y las durezas que les reservó la vida. Los Morillas eran dueños de su propio esfuerzo. Nadie les regalaba nada.
Pero esa noche encantada ellos no sabían que sí, que eran los dueños de esa música divina, porque Dios siempre llega con su armonía al alma de los nobles. De los que agachan el lomo y tienen un padrenuestro en cada callo de sus manos.
Ya era medianoche cuando Amelia dijo:
- Los chicos a dormir que mañana tienen que ir a la escuela y a trabajar.
El payador enfundó su guitarra y dirigiéndose a los dueños de casa les pidió que le cuidaran el perro; que por favor lo ataran y no dejaran que lo siguiera.
Al otro día el payador ensilló su caballo y se demoró en los saludos como queriendo disfrutar hasta la última gota de la amistad y el cariño que generosamente le brindaron los Morillas. Y siguió viaje hacia Bayauca.
Continuará…
Si quieren enviar relatos de sus pueblos pueden hacerlo a: delacalle.juan62@gmail.com
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