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Vacaciones en el Arroyo de Soldini


Enviado por Antonio Ottaviano E-mail: antoniottaviano@hotmail.com Anteriormente, he recordado mis vacaciones urbanas en la década del cincuenta, cuando transitaba la primera etapa de mi vida. El hermoso tiempo de la niñez, el de la escuela primaria, donde se siembran y se van cultivando las verdaderas amistades, que perduran toda la vida. El cuadro de situación es la ciudad de Pérez, terruño en el cual estoy arraigado desde el año 1948, cuando contaba solamente tres años de edad. Nuestra ciudad es un apéndice de Rosario, que no por casualidad se la llamó Pago de los Arroyos. Estamos rodeados por el arroyo Ludueña y el Saladillo.

Estos recuerdos se sitúan una década después, en el sesenta, y por supuesto el calendario ya se había encargado de situar a los protagonistas en los años adolescentes.


En esa época, las vacaciones excedían el perímetro urbano, y buscábamos el relax de un balneario. El preferido era el Saladillo, que debajo del puente de Soldini, presentaba todas las características de un Mar del Plata o Punta del Este (tan lejanos y conocidos por nosotros).

Era lo que había y lo disfrutábamos hasta, diría, en forma exagerada. No existían piletas de natación en los clubes, solamente el Mitre tenía una que habían construidos los ingleses, para los capos del ferrocarril. Para acceder tenías que reunir ciertos requisitos (como por ejemplo, pagar) y la mayoría estábamos escasos de efectivo.


En Rosario estaba La Florida, pero por la edad y la distancia se nos hacía difícil frecuentarla. También funcionaba a pleno el balneario de Melincué, pero para nosotros era como pretender ir a Ibiza o a la Costa Azul, en ese momento.

En definitiva, nuestras vacaciones de principios de la adolescencia (por adolecer de ciertos elementos) las disfrutábamos en el Arroyo de Soldini.

Nos reuníamos en el boliche del Chocho Garay y esperábamos que llegara Tiano Noli, con su viejo Plheymount que había rescatado del granero de la quinta de sus padres y su tío Angelo. Como conocía algo de mecánica, lo había puesto en condiciones por lo menos para hacer esos viajes de escasos cuatro kilómetros por la ruta 14, lógicamente sin pavimentar.


Con las mallas puestas (obviamente no existían los vestuarios), algunos sándwiches, y algunas monedas para la infaltable sangría bien fresca que preparaban en el esmerado servicio de buffet, que se instalaba debajo del puente del ferrocarril, arribábamos al balneario.

En el viejo automóvil, que se había salvado de ser eternamente el domicilio de las gallinas, que por cierto habían dejado sus rastros sobre el maltratado tapizado y hasta en el motor, ahora debía soportar a Bartolo, Cacho, el Boga, Tonito, el Negro, Coy Coy, Angelito, Lito Dibárbora, que decía conocía de mecánica, y un día tuvo que regresar sentado en el guardabarro con un bidón de nafta, y una manguera, por avería de la bomba, obviamente Tíano que manejaba, yo, que soy el que relata la historia y algunos más que se agregaban (si el Plehymount hubiera podido elegir seguramente se quedaba en el granero).

Las tardes en el balneario eran de lo más divertidas. Los sauces llorones que nos regalaban su sombra al costado del arroyo, eran testigos de las innumerables piruetas acuáticas que dibujábamos en las mansas aguas del Saladillo. Los fines de semana estaba a full, venían camiones repletos de Pérez, Rosario, Zavalla, Alvarez y otras poblaciones. También llegaban en bicicletas, las clásicas motitos Pumas, o los de a pié, como los soldineros, que estaban cerquita y eran como los dueños del balneario, pero con nosotros estaba todo bien.


Las amistades con chicas y muchachos de otras latitudes se fomentaban a partir de los encuentros. En muchas oportunidades concluían en noviazgos que prosperaban o no. Pero la adrenalina estaba a full entre los adolescentes, porque era la época que se comenzaba a poner de moda, la malla de dos piezas, y no te cuento si alguna .revolucionaria. se aparecía con una bikini. Al final de la tarde, solían producirse algunas interferencias, producto de las múltiples jarras de sangrías, que comenzaban a pronunciarse (el control de alcoholemia, todavía no había nacido).


Cuando bajaba el sol, los más jóvenes nos agrupábamos alrededor de una gran fogata para tocar la guitarra, cantar y planificar encontrarnos en otro día playero, a la vera del Arroyo de Soldini. Qué simple y económico era todo, pero cómo disfrutábamos.

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