Francisco Paz, un pueblo santafesino de una sola esquina
Allí, a unos nueve kilómetros al oeste de Santa Teresa, alguna vez supieron ser más de un centenar, pero hoy -y desde hace más de una década- son sólo ocho los pobladores que resisten con estoicismo el abandono del terruño que los vio nacer y crecer.
Sin la ayuda de algún cartel indicador que guíe al visitante, es necesario andar un rato por polvorientos pero bien cuidados caminos rurales para llegar a este pequeño paraje que, definitivamente, parece haber perdido una desigual pelea contra el paso del tiempo. Francisco Paz tiene trescientos metros de largo y una sola esquina. A lo largo de la calle, un tupido monte de eucaliptus, acacias y moras salvajes amenazan con tapar todo lo que queda de lo que alguna vez fue un proyecto de pueblo rural. Enfrente, un puñado de derruidas construcciones -algunas abandonadas- devuelven un paisaje detenido hace décadas.
En la única esquina del paraje, un oxidado surtidor a palanca hace las veces de incólume testigo de casi un siglo de historia, de épocas cuando el campo era una epopeya de trabajo, y los sueños de los primeros inmigrantes se hacían realidad de la mano del sacrificio sin cuartel. Rastro de un rico pasado "Aprobado por la Dirección General de Combustibles", reza aún, ostentosa, una chapa adherida al surtidor marca Siam Di Tella, acaso la única muestra de un rico pasado que, paradójicamente, quedó trunco por efecto de un progreso que, parado en la única esquina, el cronista no alcanza a discernir.
Con la amabilidad propia de la gente de campo, y con todo el tiempo del mundo, Rubén Agud se convierte en improvisado guía y contador de historias de Francisco Paz, el pueblo que se podría decir fundaron sus abuelos; donde nacieron sus padres, él, su hermano y hasta su sobrino.
"Mis abuelos, Rafael y Andresa, vinieron de España y se instalaron aquí en 1923. Mi abuela sabía contar cuando llegaron que aquí atrás sólo había una familia de indígenas, que después la trasladaron al norte", relata este hombre de 42 años, que tiene un parecido a Marcos Mundstock que realmente impresiona. Los Agud son seis, y junto a los hermanos Marsol los únicos habitantes del paraje. "En la esquina, mi abuelo y después mi padre tuvieron un almacén de ramos generales, carnicería, panadería y hasta peluquería. Aquí al lado funcionaba una oficina de correos, y en aquella ventana verde está la habitación donde nació mi papá", describe Rubén. "Yo era chico, pero me acuerdo cuando aquí adelante estaba lleno de sulkys de la gente que venía a hacer las compras, y los días de lluvia, cuando en el campo no se podía trabajar, era todo una fiesta", recuerda. Sentado sobre una vieja tabla de quebracho que alguna vez supo estar ubicada en la vereda del almacén, con la mirada enfilada hacia la única esquina, reconoce las causas de aquel trunco destino: "Esto se fue cayendo cuando durante el gobierno del general Onganía se expulsó a los productores de las chacras. Entonces ya no quedó más gente en el campo". En sus tiempos florecientes, el almacén de los Agud -ahora cerrado y casi en ruinas- recibía el vino en bordalezas, la harina en bolsas y toda la mercadería llegaba por ferrocarril.
"Aquí enfrente está la estación", sorprende Rubén señalando hacia el monte, ante la incredulidad del cronista que se resiste a pensar que en medio de ese bosque abigarrado y casi impenetrable haya alguna construcción. "Si encontramos un lugar por dónde llegar podemos verla", invita sonriente el anfitrión, y sin esperar respuesta se interna en el bosque, que de tan tupido no deja pasar la luz del sol. Y así es, nomás. A pocos metros, y semioculto por la vegetación, el viejo edificio ahora sin techo aparece como surgiendo de un cuento ambientado en Macondo. "En esta habitación vivía el encargado, y allí estaba el policía del pueblo", ilustra Rubén. Vanos se hacen los esfuerzos para tratar de llegar hasta las viejas vías o a la estructura principal de la estación, ahora inaccesibles.
"Una de las últimas actividades que recuerdo en este ramal fue durante la Guerra de Malvinas. Por aquí pasaban vagones cargados de armas y cañones para el sur, porque esta línea comienza en Río Tercero y creo que llega hasta el sur. Vi pasar los trenes, pero nunca volvieron", dice mientras se estremece. Por la misma calle, un poco más allá de los Agud, viven los hermanos Marsol. Armando, de 74 años, y su hermana son los otros dos habitantes del paraje. El cronista se entera que el hombre supo ser mecánico y que antes trabajó en las máquinas cosechadoras, pero casi una decena de perros que rodean al auto cuando paramos frente a la casa pronto nos hace desistir de la intención de entrevistarlos.
El viento continúa formando remolinos de tierra en la única esquina de Francisco Paz. Una camioneta 4x4 pasa a toda marcha y la nube de polvo cubre todo el lugar. La perrada que estaba en lo de Marsol la corre por detrás a puro ladrido. Pronto vuelve la quietud. Mientras, el incesante canto de los pájaros le sigue poniendo música de fondo a tanta paz que, que por ser tanta, hasta parece exagerada. Una escuela sin chicos, pero con recuerdos A cincuenta metros del caserío de los Agud está la que alguna vez fuera la Escuela Rural Nº 95. Cerrada desde hace años, el edificio sigue muy bien conservado, aunque el yuyal que lo circunda parece ahogarlo como el progreso hizo con Francisco Paz.
"Como ex alumna del CER Nº 95, escuela rural de ese querido pueblo de mi niñez, tengo muchos recuerdos e historias para contar. Soy tercera generación de alumnos y también fui vecina de esos ocho habitantes que aún quedan. Agradezco infinitamente que se acuerden de Francisco Paz y de su rica historia", dice el texto de un mail que Paola Papeschi envió a La Capital. "Yo estudié en esta escuela en la década del 70. Habremos sido una docena de pibes. Después se cerró porque no tenía más alumnos, el campo se fue quedando sin gente y sin chicos", reflexiona por su parte Rubén Agud. Detrás del edificio escolar se adivina un pequeño sector de camping con mesas y bancos de cemento, al lado de una canchita de fútbol también invadida por el yuyal. Unas botellas vacías de gaseosas revelan que alguien pasó allí un grato momento bajo la frondosa arboleda. Margarita Tévez vive en Rosario, y si bien no nació en Francisco Paz atesora imborrables recuerdos de su niñez, cuando llegaba en tren para visitar a sus abuelos y tíos, los Martini, que vivían en los campos aledaños. "Mi madre nació allí, pero a los 18 años conoció a mi padre, se casó y se fueron en sulky a Casilda. Cuando yo era chica iba en tren a Francisco Paz, me bajaba en la estación que estaba enfrente de Agud y mi tío venía a buscarme en moto. «Llegó Margaritella», decía la nona cuando me veía entrar. Era toda una aventura que jamás olvidaré", recuerda la mujer con una emoción que ni el teléfono puede disimular. Fuente: (La Capital - Rosario)
Cuántos recuerdos hay entre esos matorrales, en las viejas paredes de las taperas, de la escuela y la estación! Alguien debe contar historias, recopilarlas, para que no mueran en la memoria. Gracias, por mostrar los pueblos y parajes que el tren fue dejando atrás y el óxido silenció las voces de sus ruedas.