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Filuncho, un indio misterioso en Moises Ville


Por Beatriz Gorosito DNI 4.101.600 Rosario, Santa Fe Enviada a través de Radio LT2 de Rosario Esta historia está ligada a mi infancia y adolescencia en mi pueblo llamado Moisés Ville, que quiere decir Villa del Señor. Sus tierras fueron donadas por el Barón Hirsch para que un grupo de judíos despatriados tuvieran tierras para trabajar, vivir y formar un hogar. Por eso la llamaron la Jerusalén argentina. Con el tiempo se formó un pueblo donde convivían criollos, judíos, rusos, checos, italianos y alemanes. Levantaron un teatro, bibliotecas, hospitales, bancos y dos escuelas: una nacional y una provincial, en la que cursé la primaria.

La escuela estaba enclavada en medio de una manzana y el terreno que la circundaba era aprovechado al máximo, dividida en cuatro parcelas con sus respectivas esquinas. Los alumnos trabajábamos la tierra y hacíamos jardinería, todo lucía de flores multicolores. En otra parcela sobresalía la huerta donde sembrábamos verduras. En la tercera parcela hacíamos ejercicios físicos una vez a la semana. En la cuarta y más importante se erguía, luminoso y corpulento, un ombú con su frondosa sombra, donde los niños de las colonias cercanas que venían a la escuela en sulky dejaban descansar a sus caballos. El predio de la escuela estaba rodeado por un alambrado al que se aferraba un indio con sus manos firmes… era como un espectador de los niños. Lo llamaban Filuncho. Generaciones de abuelos, padres e hijos pasaron por esa escuela y vieron a aquel indio tan especial. Se desconocía su edad y jamás lo oímos hablar, sólo una leve sonrisa. Comía sólo lo que una familia le daba y jamás lograron que durmiera bajo techo, ya que su vivienda era el ombú. Con sus propias manos cavó una especie de cueva en la que entraba para dormir, montaba a caballo y galopaba por mucho tiempo, en pleno galope se le oía un grito potente y desgarrador.

Para completar esta parte del paisaje, gigantescos árboles de eucaliptus se alzaban frente a la escuela, formando un bosque donde se oía el canto de los pájaros y se sentía el aroma típico de esa planta. Como Filuncho, había otro personaje muy querido en el pueblo, era fotógrafo y estaba presente con su cámara en nuestros bautismos, casamientos y cumpleaños. A él se le ocurrió subirse a uno de esos eucaliptos para tomarle una fotografía a Filuncho. Subido al árbol, tomó una foto cuando éste comía una tajada bastante grande de sandía, dejando ver su dentadura perfecta. Una foto fresca dejaba ver la piel curtida, el pelo renegrido, las manos rugosas de un personaje que le temía a la cámara, huía y se escondía en su refugio cuando intentaban sacarle una foto. Bueno, ésta es la historia de mi pueblo, del cual me fui apenas adolescente, pero dejé recuerdos muy queridos, aromas de pan recién horneados, dulces caseros y el típico maní y girasol recién tostados que, en conos hechos de papel, comíamos en los atardeceres en la plaza.

Si quieren enviar relatos de sus pueblos pueden hacerlo a:  delacalle.juan62@gmail.com

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