top of page
Foto del escritorCharles Gutierré

Doña Angela de Quitilipi, fuerte como un roble


Por Viviana Verónica Perez.

Rosario, Santa Fe Enviada a través de LT 2, Radio 2 de Rosario.

Esta es la historia de una mujer fuerte como pocas, de un pueblito del Chaco llamado Quitilipi. Se llama ángela; para mí, querida suegra .doña ángela., porque a diferencia de muchas otras, mi suegra es un pan de Dios y una mujer de fierro.


A sus jóvenes catorce años se casó con Don Rómulo, se fueron a vivir a una casilla hecha de barro, con techos de chapa, sin luz y con agua de pozo: la rodeaba una pobreza extrema.

Criaron caballos, animales de granja y trabajaban de peón cosechando algodón de sol a sol. El tiempo pasó y tuvieron trece hijos - No quería tener tantos. decía con tristeza. La ignorancia la llevaba a cuidarse con té preparado con yuyos del campo que ella misma cosechaba, recetas que le pasaban vecinas o comadronas y que obviamente no daban resultado.


- A los primeros los parí sola, un tiempo antes hacía un pozo en el piso de tierra y cuando el momento llegaba, llevaba una cobija, una cuchilla y un pan, porque después de parir me agarraba un hambre.

Y me agachaba, hacía fuerza y el crío caía en el pozo. Mientras tanto yo cortaba el cordón y lo anudaba bien, para que no pase una desgracia.


- ¿Quién le enseñaba lo que tenía que hacer? - Algo que me habían contado y un poco de instinto . me relataba hasta con un poco de vergü . Con el tiempo, me puse canchera.

Después se mandaba a buscar a una vecina o comadrona, porque esto era cosa de mujeres, entre nosotras nos ayudábamos.


Además, ya los tenía en la cama. Me encomendaba a San Ramón Nonato; también me daba cuenta si iba a parir un varón o una chancleta por los dolores en el parto, durante el embarazo de los varones podía cosechar sin problemas de vómitos o mareos, pero con las cuatro mujeres los partos fueron muy dolorosos y tardé mucho para tenerlas. Los días de doña ángela eran muy monótonos.


Se levantaba a las cuatro de la madrugada para ir a lavar ropa a la cañada. Después ayudaba a Don Rómulo a juntar los caballos, le daba mate cocido a los chicos y los mandaba a la escuela que quedaba a cuarenta kilómetros, que recorrían descalzos, sin abrigo, unos a pie y otros a caballo.

- Me daban mucha lástima mis hijos, pero no teníamos ni para comprar calzado o abrigo, ellos se pasaban la ropa de uno a otro y con tanto uso, se arruinaba mucho.


Los chicos empezaban la escuela cuando la época de cosecha terminaba a mitad de abril, porque tenían que ayudar a cosechar el algodón. A los más chiquitos los dejaba a la cabecera del campo solitos y al bebé dentro de un fuentón vacío, de esos altos, de chapa, como si fuera un corralito.

Los que eran muy chicos para cosechar, quedaban en la casa cuidándose unos a otros a la deriva de Dios. No podían faltar porque si lo hacían los echaban y cuanto más cosechaban, mejor les pagaban. Doña ángela recuerda cómo le costaba cosechar con el sol a pleno y embarazada, ya por dar a luz:

- A veces cosechaba llorando, porque sentía llorar a mi hijo que había dejado en el fuentón y no lo podía atender. pero al ir alejándome, no lo escuchaba más.


Rezaba para que Dios lo protegiera hasta que ella regresara. - Pasado el tiempo de cosecha, los chicos grandecitos iban a la escuela cansados pero contentos, llegaban sin quejarse de nada.

Estudiaban con hojas y lápices que les daban en la escuela y con la panza chillando de hambre, al punto que a veces no podían prestar mucha atención por la debilidad.


Al regresar, se ponían a jugar entre ellos a la pelota hecha con medias. Con latitas de sardina fabricaban autitos, los palos eran caballitos, con barro modelaban figuras de vacas o caballos.

Se jugaba hasta con los rayitos de sol que entraban por los agujeros de la casilla. Trepaban a los árboles y las nenas se divertían con una soga para saltar o a la popa y a las escondidas. Ellos crecían felices. Los chicos tenían ese don especial para jugar y divertirse.


La infancia así se pasaba, a veces empañada tristemente por problemas de familia, porque cuando Rómulo terminaba de cosechar se quedaba jugando a las cartas, apostando lo poco que tenían y bebiendo mucho alcohol. Al llegar a su casa golpeaba a su mujer, delante de la mirada de los chicos que lloraban sin parar.


Los hijos mayores defendían a su madre y varias veces la salvaron de la muerte. Pero también hay recuerdos lindos; no todos eran tristes.

- Una vez, para la Navidad . recuerda uno de los hijos de doña ángela . me regalaron un paquete de masita de agua y ¡no las quería comer! Las masticaba y no quería tragarlas porque se iban a terminar.

Estaba feliz con el primer regalo de Navidad que había recibido en la vida. Luego, papá nos mandó atrás de la casilla, porque los mayores tenían que comer y nosotros comimos ahí.


Otra vez, para un mundial, nos invitó el patrón a su casa para ver el partido de Argentina. Contentos, fuimos porque no sabíamos lo que era un mundial y jamás habíamos visto televisión.

No van a poder creer lo que nos hizo: como nosotros tampoco lo podíamos creer, nos abrió la ventana y nos hizo verlo desde afuera.

Por ser pobres nos humillaron de mil maneras, pero no podíamos decir nada. claro, perdíamos la única fuente de trabajo.


El tiempo pasó, algunos chicos mayores se casaron, unos viajaron para Rosario, donde lograron progresar y de a poco convencer a doña ángela para que se mude con ellos a la ciudad.

Una noche, su hijo Hugo, que era discapacitado motriz y mental, a quien ella cuidaba con todo su amor y protección, tuvo una convulsión y falleció mientras dormía. El dolor la desesperó. El médico no llegó para salvarlo.


Fue el primer golpe duro de la vida, un golpe que ninguna madre espera tener porque la ley de la vida es otra; que un hijo no parta antes que una.


En 1980 ella abandonó su hogar para salvarse de las palizas de su marido, porque un día no viviría para contarlo. Don Rómulo quedó al cuidado de una de sus hijas casadas.

Dejando atrás esa tierra que la acunó, que la vio crecer, primero fue a despedirse de la tumba del hijo que había perdido y, con lágrimas en los ojos, partió hacia Rosario junto al resto de sus hijos menores.

Se instalaron en una casilla y las primeras noches no podían dormir porque pensaban que el ruido de la ciudad era el de una tormenta que se avecinaba.


De a poco fueron dejando atrás el pasado en el pueblo. Cada hijo se desempeñó en un trabajo digno: uno trabajaba de albañil, otro en una librería y los menores cosían zapatos.

Vieron que los patrones, por suerte, no eran todos iguales, que había gente que valía la pena. Crecieron económicamente y así pudieron alquilar una casa digna y concurrir a la escuela secundaria.

Pero cuando uno de ellos entró en el servicio militar, se avecinó algo terrible: en las Islas Malvinas se declaró la guerra y su hijo partiría a luchar por la patria.


Doña ángela vivió con mucho dolor la agonía de no saber si su hijo regresaría, hasta que la guerra terminó y su hijo regresó a sus brazos sano y salvo.

La vida la golpeó dos veces más: un hijo tuvo un accidente del trabajo y otro sufrió una grave enfermedad. Ambos desenlazaron en la muerte.

Con tan pesada cruz sobre sus hombros, doña ángela sigue de pie, fuerte como un roble, gozando de buena salud, disfrutando de sus hijos, sus treinta y dos nietos y sus otros tantos bisnietos. Si ustedes la vieran ahora, tan cambiada.


Hoy tiene 80 años, sigue levantándose por la madrugada para lavar ropa, luego limpia su casa de punta a punta y hace los mandados casi corriendo, porque le parece que el tiempo la corre. Cada tanto viaja a su pueblito para visitar a su hija y su familia.


Cuando don Rómulo falleció, lo lloró muchísimo porque a pesar de todo lo que le había hecho, él siempre fue el hombre a quien amó.

Hoy ella nos da un ejemplo de fortaleza, de mujer. Ahora que pasó el tiempo, sorprende verla convertida en una mujer arreglada, fina, pero sin perder una gota de la humildad y simpatía con la que nació.

9 visualizaciones0 comentarios

Comments


bottom of page