Don Silverio
Enviado por Germán Roberto Rodríguez E.mail: rodri_guezg@yahoo.com.ar
Don Silverio está contento. Pronto su almacén de campo se llenará como lo hace todas las tardes con su típica rutina.
El piso de madera grita en grave cada pisada de quienes, con sus alpargatas y algún afortunado con botas, entran por la angosta y alta puerta de madera. Sus finos y alargados vidrios bailan con los postigones de grandes bisagras cada movimiento de ésta, sin perder juntos un solo compás.
Las sillas de madera con mimbre esperan ansiosas la jugada de truco de todos los días.
La mesa como juez de una gran pelea se encuentra en el medio de las mismas separando un gran combate que junto al viejo cenicero de metal encuentra los porotos como el mejor trofeo para el vencedor.
Don Silverio está contento. En el mostrador espera junto a la vitrina de vidrio, donde los más brillosos caramelos encuentran la tentación de grandes y niños. Como el mejor faraón, se levanta tras de él una estantería con cajones de madera que ocupan cada centímetro de la pared.
Tornillos, granos, clavos, fideos y cuantas cosas más se puedan imaginar surgen de cada uno de ellos. Su pequeña pala curva es su único grito de enojo cuando alguien de los suyos la cambia de cajón o lugar. Junto al final del mostrador, ya en el piso, fardos de alambre, palas de punta, martillos, alambre de púa, semillas en grandes bolsas, faroles a kerosén y uno que otro tambor.
Por el otro lado del mostrador, completando al U de su arquitectura, la parte más importante y querida para Silverio.
Su barra. En ella, una bacha de acero retumba en cada enjuague de los largos o pequeños vasos de grueso vidrio que se sirve cada comensal, que junto a su fiel canilla, larga, cromada y curva al borde de su pico aguarda la orden de su manija de cuatro dientes para ponerse en acción.
Las botellas de colores rojizos oscuros, finas y largas llevan el contenido de bebidas sólo para valientes, dado los colores de sus rostros y sus gestos al ingerir cada trago.
El griterío del juego parece llamar a la gente en el silencio del campo, haciendo que cada vez esté más lleno el luga, que entre nubes de cigarros y el ruido sobre la mesa, no deja de ser un momento de alegría para aquellos arduos trabajadores de la tierra fértil y prospera de un gran país.
Don Silverio está contento. El tren se asoma rompiendo con su estela de vapor el verde horizonte. Agónico el silencio desaparece con el sonido de su llegada.
El ladrido de los perros, el murmullo del pueblo, el campanazo de la estación, el silbato del hombre de gris, el sonido de las pisadas sobre la piedritas del andén hacen de esto una postal única.
Las lágrimas se cruzan entre aquellos que volvieron con la partida de otros.
El pueblo se agita en esos minutos eternos de esa visita diaria que ayuda a crecer y progresar de manera constante al pueblo y su gente.
La estación con su corte inglés decora la llegada de aquellos que deciden no partir más y ahoga la tristeza de quienes buscan nuevos rumbos. Repetido momento pero que conjuga siempre el mismo deseo de aquellos que deciden un futuro.
El pitazo final de la gran máquina llena de furia a su gran motor como señal de tarea cumplida y el lento pero certero camino hacia otros pueblos que esperan vivir el mismo momento. Hoy el tren ya no está. La soledad de las hojas se apodera de todo aquello que alguna vez tuvo vida propia.
La estación con sus puertas clavadas son sinónimo del destino recibido. Sus chapas oxidadas observan desde lo alto cómo sus soldados duermen en tristeza cubiertos de pasto y tierra.
El viejo almacén hoy ya no está. El palenque de su puerta no está y el tiempo lo convirtió en un blanco cordón. Silverio ya no está. Según me enteré, partió hace un tiempo en sinónimo de descanso y alivio.
Don Silverio está contento. Como muchos pueblos, mantener vivos nuestros recuerdos es perdurar así la esencia de sus pasos en el tiempo hacia quienes los seguimos. Llenamos cada estación con sólo recordarlas. Damos vida a la vida hecho testimonio en cada riel, en cada andén, en cada estación.
Don Silverio está contento. Porque su vida, sus cosas tan preciadas como el tren y su gran almacén se plasmaron en líneas para que nuevos visitantes puedan seguir visitándolo de la mano de los tan cálidos recuerdos.
Al pueblo de General Lagos, Provincia de Santa Fe.
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