Comedor Balcarce: "El Vomito"
UNA VIDA JUNTO AL VOMITO
Hay en Rosario, un comedor que funciona desde 1961. Su nombre, “Comedor Balcarce”, figura en el cartel de entrada, en la carta, en los grabados de la vajilla, pero la gente lo conoce como El Vómito y acerca de ese apodo, se debaten teorías que le dan cierto carácter de mito. Eduardo Santarelli, su dueño, revuelve la olla de los recuerdos para contar la historia de este lugar que paradójicamente, funciona exitosamente hace casi medio siglo.
ENTRADA
Todos llegan al Comedor Balcarce sabiendo que van a El Vómito. El apodo puesto por los propios comensales triunfa por sobre la nomenclatura real tan bien como lo hace la publicidad que fue de boca en boca, aseguró un público estable y trascendió las generaciones.
De entrada, El Vómito es un lugar acogedor. Sin nada de lujos, sino más bien rústico, obedece a la lógica de los bodegones. Recibe diariamente entre 120 y 150 personas por almuerzo o cena, funcionando de lunes a sábados de 12:00 a 15:00 y de 20:00 a 0:30hs. Podría decirse que una de las cuestiones fundamentales que puede contribuir a su éxito, sea que en El Vómito uno se siente como en casa, pudiendo disfrutar en zapatillas y jogging de un plato de comida casera acompañado por un vino Toro o una gaseosa familiar.
Detrás del mostrador, encontrar a Eduardo Santarelli es tan clásico como ver una botella de vino con un embudo rojo, a la que van a parar todos los “culitos” de tinto sobrante. Así como el comedor Balcarce se conoce como El Vómito, a Eduardo todos lo conocen como Cuqui, porque hace desde los 17 años que está en el negocio y ya va por los 65 pirulos. “El lugar tiene capacidad para 80, 82 sillas, pero generalmente hay unas 60 personas, dependiendo de cómo se ubiquen en las mesas y cómo vaya la renovación de comensales”, explica este rosarino que, diariamente y desde atrás del mostrador monitorea que en las mesas no falte nada, y que tiene un hijo de 23 años que espera, siga con el negocio.
Sillas negras de caño, manteles blanco y bordó, dos televisores, una pizarra con los platos principales y los precios y otra con el plato del día, una heladera atrás del mostrador, dos relojes, unos pocos cuadros, una puerta que lleva a los baños y otra que viene de la cocina: todo esto dispuesto en forma de una C geométrica, da vida a este edificio del 1900 que en la esquina de Balcarce y Brown, congrega a grupos de asistentes que se dan cita después de un partido de fútbol, después del trabajo, después de la universidad, después de los trámites y en todos los casos, antes de la comida.
Mozo, una historia por favor
La historia del Comedor Balcarce se remonta al año 1961, cuando la familia Santarelli decide dejar su Chabas natal para instalarse en Rosario. “Unos amigos que eran de Chabas, tenían un bar en San Lorenzo y Presidente Roca y lo convencieron a mi papá de que se viniera para Rosario”, recuerda Eduardo, hijo de Segundo Santarelli y Gisella Buttus.
Apenas inició su actividad, el local era almacén y despacho de bebidas y el negocio andaba sobre rieles en una zona de puerto y ferrocarril. Con el tiempo, los clientes del almacén empezaron a preguntar. “Che Segundino, ¿por qué no me haces una costeleta?” y así fue como el almacén comenzó a convivir con un comedor, hasta que en el 66, el emprendimiento viró hacia lo gastronómico en su totalidad y el mostrador de estaño sirvió exclusivamente para servir platos de comida.
En 1969, El Vómito vivió uno de sus primeros auges. En medio de una revuelta de estudiantes –que luego se conoció como El Rosariazo- el comedor de la Universidad Nacional de Rosario fue cerrado por razones políticas y sus clientes asiduos, fueron en su mayoría al comedor de Balcarce y Brown. “Hemos recibido estudiantes de todas partes del país, que inclusive ahora vienen con los hijos, que son quienes estudian en Rosario”, relata el Cuqui, desempolvando anécdotas, como aquella en la que cuenta que sus padres le salieron de garantía a un estudiante de arquitectura que se había recibido y que no podía alquilar por no conocer a nadie con propiedades en Rosario.
“Mis padres eran muy buenos. El mundo cambió, en ese momento había otro trato. Mi viejo vino del campo y no tenía más que segundo grado y era una persona muy buena que confiaba mucho en la gente”, agrega Eduardo, mientras se acomoda el pelo, totalmente blanco de canas y se acuerda de cuando terminó de estudiar tornería mecánica y decidió quedarse en el negocio familiar para ayudar a los padres.
PLATO FUERTE
Los actores principales de esta historia son los mozos, los cocineros y los comensales, quienes importan tanto como las premisas que guarda el lugar y que se erigen en clave del éxito. En un principio, los cocineros del lugar eran sus propios dueños. “Mi vieja estaba al frente de la cocina, y cuando la dejó, le trasmitió las recetas a una de las cocineras que empezó acá y que se jubiló con nosotros”. Esta cocinera es Regalada Blanco, una paraguaya que durante 30 años lideró el staff de cocineros y que todavía, y cada tanto, se da una vueltita por El Vómito, para ver cómo anda todo y para visitar a sus parientas paraguayas que siguen trabajando en el comedor: Lucía, Isidora, y Fabio, el parrillero, quienes ya llevan 20 años trabajando ahí y que con dos ayudantes de cocina completan el equipo gastronómico.
Llevo diez años viviendo en Rosario y diez años yendo a comer periódicamente a El Vómito. En todo ese tiempo, no encontré mejores canelones y puedo decir que la felicidad viene mezclada con carne y acelga, envuelta en dos panqueques y bañada con salsa de tomate y crema de leche. Mi plato fuerte llega siempre caliente y humeante a la mesa, de la mano de alguno de los mozos, otra pieza fundamental que hace funcionar a esta maquinaria. Tres mozos durante la semana y uno más para los viernes y sábados son los responsables directos de que la comida llegue al cliente en tiempo y en forma.
Descontando al mozo que entró a trabajar hace 5 años, los demás llevan más de 20 en este lugar, como Ángel, el mozo con parkinson. Es que si puede ser exitoso un comedor que recibe un apodo tan repulsivo y desagradable como El Vómito, ¿cómo no va a poder servir los platos un mozo con parkinson? Lo cierto es que nadie –ni siquiera el propio Ángel- repara en el temblequeo de sus manos y hasta están los que bromean, diciendo que nadie sirve la pasta mixta como él, argumentando que llega a la mesa con el batido perfecto.
Pero con un dueño detrás del mostrador, buenas cocineras, excelentes mozos, el lugar no sería nada sin sus comensales, el público que alimentándose, retroalimenta el negocio. Generalmente, rotan dos o tres tandas de comensales por mesa y Eduardo dice que a veces son muchas las mesas para cuatro o seis personas y otras, son todas de parejas, dependiendo del día.
Y aquí viene el dato jugoso como las costeletitas de cerdo que salen con puré de papa o de manzana: el comedor es lugar de encuentro para diferentes grupos de amigos, que con un día de la semana como simple excusa, acuden al lugar con carácter cuasi ritual y asistencia perfecta. Los lunes, por ejemplo, es el día del grupo de amigos que se junta a comer desde el 87 y que cada año hace remeras alusivas, explicando que han venido a comer más de 7000 días o equis cantidad de semanas. “Empezaron a venir siendo jóvenes y ahora se siguen reuniendo.
A veces son 6, otras veces son 8 porque la vida a veces los aleja, pero para fin de año, no falta ninguno y llegan a los 12”, explica el Cuqui, nombrando también al grupo de los médicos que van todos los miércoles a comer, después del partido de tenis.
La barra de Imanol Uribe
Los martes, es el día elegido por Eduardo y sus amigos: un grupo que va a cenar desde la época de la universidad. “Para el Cuqui, nosotros, integrantes de la Peña Balcarceriana. Te deseamos lo mejor en tus 60. Con todo afecto. Peña de los martes”, dice un cuadrito de madera con placa dorada que está colgado en una de las paredes, con fecha 23-02-2007. La peña nace cuando hace 30 años, se forma un grupo con chicos de Rosario y otros que viajaron a Rosario a estudiar, provenientes de distintas localidades.
Todos los martes, iban a jugar al fútbol y después, cita obligada en el comedor. Con el tiempo, muchos se recibieron e hicieron su vida, pero el partido y la cena se mantuvieron intactos. “Un día me dijeron si quería ir a jugar con ellos, y ahí me incorporé al grupo definitivamente”, comenta el destinatario de la placa dedicada. Desde ese día, jugaron unos 15 años al fútbol rotando por distintas canchas, hasta que hace 5, decidieron abandonar la parte deportiva del asunto: “Ya estamos grandes, todos tenemos obligaciones y empezamos a pensar que si nos pasa algo….”. Si bien se suspendieron los partidos, las reuniones de los martes se mantienen firmes, como la presencia de los que son parte del equipo sin jamás haber ido a jugar al fútbol.
¿Por que pensas que viene esta gente, Eduardo?
- Yo me puse siempre en el lugar del cliente. Que lo atiendan bien, que no le metan la mula. La gente generalmente piensa que la albóndiga se hace con todo lo que sobra: acá eso no pasa. Acá se compra picada especial y se vende un montón. A mí no me gusta estar media hora sentado en una mesa y que recién ahí vengan y me tomen el pedido y a los 15 minutos te traen la bebida. Eso me pone muy ansioso y pienso que hay gente a la que le pasa lo mismo. Está el que a lo mejor quiere comer más tranquilo, pero yo capté un público que se sienta, le tomas el pedido y al ratito ya está comiendo.
Manual de reglas
Hay códigos que todos los que trabajan en el comedor conocen. Y los que asisten por un buen platillo, también.
La carta Originalmente, los platos eran muy pocos, y sencillos. Abundaban platos como el guiso, las costeletas y los zapallitos rellenos. Con el tiempo, las épocas de vacas flacas que exigían algún reajuste o modernización, los comentarios de comensales y amigos y las incursiones en otras cartas, se agregaron nuevos menús. Igualmente, la carta se mantiene hace años y tanto es así que cuando uno va al comedor, ya lleva el pedido en mente, porque el lugar genera una especie de ilusión del tipo “esta noche después de clases, me quiero zampar una milanesa rellena de El Vómito”, o “mañana al medio día es 29, nos encontramos a las doce y media para comer los ñoquis de El Vómito”.
Regla número uno: la carta existe, pero en la mayoría de los casos, uno llega al restaurante con el pedido resuelto de antemano.
Los precios (Julio de 2009)
En el pizarrón al que le faltan algunas letras, puede leerse:
Guiso de lentejas $8
Papas fritas o puré $5
Mayonesa de Ave $7,50
¼ de pollo con papas $11
Lengua a la cacerola $10
Canelones $9
En este comedor en particular, y en este país, en general, los precios están más que ajustados al bolsillo del cliente. Este es sin duda otro dato a tener en cuenta a la hora de hablar del éxito del lugar y de otra regla a respetar por quienes llevan adelante esta pyme gastronómica. Porque uno puede comer un plato riquísimo, caliente y abundante. Pero si además de todo eso, el costo es bajo, la estrategia funciona al pelo y sale con fritas.
Regla número dos: además de ricos, los platos son baratos y eso, no tiene precio.
El tiempo
La tricotomía se completa con el factor tiempo, última pero fundamental clave. Si los platos fueran ricos y baratos, pero uno envejeciera esperando por ellos, nada de esto serviría y el negocio se hubiera ido al tacho en lugar de durar 50 años. A veces, cuando se llega al comedor, hay que esperar. Para esto, se ha ideado una lista. Uno se anota por nombre y pregunta el tiempo de espera y está claro que, así haya 10 o 20 personas antes que uno, la respuesta es la misma: “15, 20 minutos”. Si uno pide comida por teléfono, a la hora de ir a buscarla, da lo mismo si se trata de dos empanadas o un vacío al horno con papas, la respuesta es la misma: “15, 20 minutos”.
En El Vómito el que sabe comer, sabe esperar, porque también sabe que después de esperar y cuando por fin le ha sido asignada una mesa, el tiempo que transcurre hasta que el plato llega a la mesa es el mismo: “15, 20 minutos”. En esta cuestión también radica lo fructífero del negocio, ya que más rápido la gente come, más rápido la gente se va, garantizando así, la rotación de los comensales.
Regla número tres: la gente espera, pero se cansa de esperar. Hay que sacar el pedido en 15, 20 minutos.
POSTRE
Las comidas son, en nuestra cultura, un lugar común para el encuentro. Un asado y una buena pasta pueden ser el disparador de una reunión. Además de cumplir con la satisfacción de una necesidad de primer orden y llenarnos el estómago, la comida nos lleva a compartir charlas, historias de vida, dispara discusiones, peleas, conflictos y celebraciones. Y todo eso transcurre en este bodegón, uno entre los tantos que caracterizan nuestra geografía y en los que algunas veces, nos gusta abandonarnos en una silla acompañados de algún afecto.
Dicen que hay que comer para vivir y no vivir para comer, pero Eduardo Santarelli ha vivido para dar de comer, porque cuando le pregunto cómo es su vida fuera de El Vómito se ríe y me dice que es casi inexistente, porque se encarga de comprar los ingredientes para preparar las comidas y de levantar y bajar la persiana todos los días de su vida. Dice que al valor del lugar lo encuentra en el todo y no en las partes, en la fusión de la gente que trabaja para él y la gente que le da trabajo. “Desde que mi papá falleció a los 82 años, en 1997, estoy al frente”.
Estar al frente es para el Eduardo- Cuqui haber compartido guitarreadas hasta las 5 de la mañana con Baglietto y Silvina Garré, haber escuchado una y más veces cómo el Paisano Díaz se sentaba en la mesa con alguno y le contaba la historia de cómo perdió un ojo cuando el Peligroso lo esperó atrás de un árbol y le pegó un tiro. O quedarse estupefacto cuando Domingo Bergaña, empleado de la empresa litográfica Caile&Bolla llegó con una valija para demostrar que era verdad que había sido el inventor de la crema Odorono, de un material que luego de ser perforado volvía a su lugar y se cerraba y que había inventado el freno de doble circuito y en medio de las negociaciones con Ford, algún traidor se lo había vendido a la firma Chevrolet.
O cuando el comedor tenía servilletas de papel y el Negro Fontanarrosa le dibujó un Mendieta a uno de los mozos y le puso como mensaje importante: “Salú, Luis”. O de cómo el comedor prosperó por el esfuerzo de Segundo que sólo tenía el segundo grado, por la voluntad de un mozo con parkinson, de una cocinera regalada y con un apodo como El Vómito.
¿Cómo es esto de El Vómito, entonces? “Es creación del humor del estudiantado. No sé cómo explicártelo, habría que haber venido en esa época. Venía mucha gente de trabajo y en una mesa a lo mejor se juntaban a comer cuatro personas de distintos oficios, cada una con su botella de vino. A todos se les servía la sopa y se les trataba de dar platos muy económicos. Es una ocurrencia de los estudiantes, como cuando se le pone un apodo a un amigo y ese amigo lo usa toda la vida y todos lo llaman así, y no se sabe bien por qué”.
Como cuando se le pone un apodo a un amigo. Más claro, imposible.
POR PAULA IMHOFF
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