Chivita
Por Benita Cuellar Desde: Córdoba.
E-mail: benita.cuellar@gmail.com
Regresé a mi pueblo de la infancia, cuando el sol aún débil amenazaba con salir del reposo nocturno, la humedad del alba todavía golpeaba las plantas y los árboles de las veredas tupidas. No había nadie, al menos eso pensaba. Un silencio profundo en todos los rincones, solo un burro desconfiado me miraba amenazante mientras pastaba libremente. Pero de repente lo vi, él estaba ahí o quizá fue la curiosidad ansiosa y temerosa de la niñez que volvía a apoderarse de mí en ese momento. él estaba ahí. Pensé que había muerto.
No sé cuántos años tiene, pero ya está viejo. Las canas tiñeron de blanco su gran melena negra rizada. Por su cara de niño ahora pasan los surcos del tiempo, sus grandes pies descalzos continúan acumulando huellas de la tierra que lo vio nacer. Creo que nunca salió del pueblo. Yo estaba ahí. Los Quiroga daban una gran fiesta en uno de los salones del pueblo, iban de todas partes del país. Todos vestidos de gala. La consigna era juntar a la gran familia por primera vez, un gran acontecimiento para el pueblo. Los músicos unieron sus voces y sus instrumentos para homenajearlos.
El asado era el predilecto, y una gran torta, la anfitriona. Y él estaba ahí. Para que lo recuerde, como quién no quiere pasar al olvido. No es Quiroga, tampoco estaba invitado, pero todos lo conocen, yo también. Todos saben que aunque ya es un anciano, su mente es la de un niño. Su inocencia y ternura, está presente en cada acontecimiento del pueblo, con sus aplausos y risas. Recuerdo que cuando era niña temía el acompasado plap, plap, plap…de sus manos que resonaban en el aire. Y su apariencia era la de un gigante. Siempre vestía pantalones que le daban a la rodilla, y sacos grandes, por encima de una remera roída. Me parecía que todo era de color marrón claro. Como una foto en sepia. Tal vez porque lo guardé en el recuerdo.
Desde muy temprano, recorría las calles de Tigre en .patas pilas., como dicen allá, llenas de barro. Nunca usó calzado. Pero nunca faltó a un acto escolar, ni a otro hecho histórico para el pueblo. De cerca festejaba con las palmas y su voz estruendosa. Diariamente sacaba la modorra de los demás habitantes, desde su refugio: el centro. Se sentaba en los bancos de la plaza, o al frente de la municipalidad, saludaba a algunos vecinos, hablaba con otros, todos le regalaban alguna cosa. Su nombre es Gregorio. Pero solo lo llaman .Chivita.. Tampoco sé por qué su apodo.
Ahora recién pude mirar su cara, tiene una tupida barba blanca que sobresale de su rostro. Su espalda encorvada por la vejez, continúa llevando la bolsa, hoy pesada por los años. Nunca supe donde queda su casa. Cuando comienza a anochecer se pierde por el fondo de la calle San Martín, hacia no sé donde. Sé que tiene hermanos, pero ninguno más famoso que él.
Hasta le rinden homenajes. En el último, el intendente Castillo le regaló un poncho, símbolo de la amistad en esos pagos. Fue la última vez que lo vi. En esa foto, se lo ve sonriente, con la inocencia de un niño y el cuerpo de un anciano. Esta vez, el sepia, se transformó en color. Estaba vestido con cuidadoso traje azul, camisa blanca, y los pies.los pies descalzos. Parecía feliz. ¡Cómo no estarlo! En Pozo del Tigre, todos lo consideran un hijo, un hermano, un amigo. Porque .Chivita. entró en el corazón de todos los tigrenses, ya es patrimonio del lugar, nadie lo olvidará. Yo tampoco.
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