Arboles trasplantados
Enviado por Celina Díkenstein E-mail: celinadik@yahoo.com.ar
En Entre Ríos, a comienzos del siglo xx, ya había alemanes, austríacos, españoles, franceses, italianos, rusos y turcos. Me refiero a esta provincia porque allí arranca esta historia que mucho tiene que ver con la inmigración.
1902 es el año indicado. Barco repleto de sueños y de cambios, como dejar atrás familiares, la tierra de origen, las costumbres, el idioma. Una travesía interminable y una cantidad de objetos que pensados ahora despiertan admiración. Venían con los infalibles baúles y cuanto habían podido cargar en esa bodega prodigiosa que abrió sus alas para cobijar ese patrimonio afectivo que viajó con ellos, con sus colores, sus olores: el samovar, los pesados candelabros para el rezo de los viernes a la tarde, la votrola y los discos, la fragua, el yunque donde el padre herrero moldeaba el hierro candente del progreso.
Días y días de compartir y alternar con los hermanos que venían a conquistar América, en un clima más benigno que aquél helado de la estepa. Entre dos familias se estableció un entendimiento casi mágico, un vínculo amistoso que trascendió a la intimidad de cada uno de ellos. Los Dances y los Díkenstein. Desayunaban, almorzaban y cenaban juntos. Los camarotes eran vecinos y la amistad que nació entonces se prolongó en su nuevo y definitivo lugar de residencia. Los Dances venían con dos hijos, Elías y Enrique. Después nacieron en la Argentina Rafael ,Gregorio, Luisa, Sofía, María, Catalina y Olga. Los Díkenstein traían a Roberto y a Jacobo, quien tenía cinco años, era rubio de ojos claros y travieso. Aquí nacieron Charne, Rafael y Bernardo.
Cuando arribaron, se los alojó provisoriamente en el Hotel de los Inmigrantes. Su destino era Entre Ríos, allí donde se ganaron la tierra con su trabajo. Esa era la consigna: colonizar ese suelo pródigo en montes que dieron combustible y madera para activar la industria, amén de la tarea agrícola-ganadera que se desarrolló ampliamente. Se adoptó el sistema cooperativo, que gobernado con honestidad supo dar fabulosos resultados beneficiando a todos. Existía la justicia y no tenía cabida la corrupción.
Crecieron las familias. El pequeño Jacobo maduró, aprendió el idioma y se educó. Gozó la juventud: se reunía con sus pares para compartir bailes, encuentros teatrales y música repetida en discos de pasta. Siguió la tradición religiosa, fiel a sus sentimientos y cumplió con los rituales.
La relación de ambas familias se fortaleció y llegado el momento de formar una familia, este joven se las ingenió para seducir a una de las hijas amigas de la travesía. Con el recato que se imponía entonces, su osadía le impulsó a una aventura de amor con nobleza. Sofía y Jacobo se casaron en 1926. Ellos fueron mis padres.
Cuando nací, ya estaba mi hermana Catalina. Hoy tengo recuerdos y un orgullo enorme de pertenecerles. Puedo decir que engrandecieron la patria, amaron la tierra y me lo supieron trasmitir.
Ahora descansan en ella y sé que se fueron agradecidos por el mutuo ida y vuelta. Trabajaron en libertad y dejaron su esencia en todas las cosas.
La foto capturó un momento de vida para revivirlo con cada mirada. Las ruedas están embarradas porque hubo lluvia y no pocas. Los caballos tiran del carro, sumándose a la alegría de los pasajeros, están sonrientes. Mamá llevaba el pañuelo cubriendo su cabeza, era un símbolo de patrona laburante y religiosa, siempre el pañuelo fue un distintivo. Todos disfrutan del paseo, el cielo está claro, el sol radiante y a pesar del tiempo que ha pasado, brilla aún, mientras papá aprueba feliz y disfruta de esa pequeña gran aventura en una escenografía natural bellísima.
Quien guía el carro es Albino Gómez, el fiel puestero que mi padre protegió como a un hijo y tratamos como a un hermano. He vuelto a verlo en su vida de retiro, allí donde el paisaje es el mismo, pero el panorama diferente. La globalización se metió en todas partes, el espinillo escucha el llamado del celular, y al caballo no lo espanta el paso de un doble piso que pasa burlando con su soberbia los rieles que antaño recorría el tren.
Se aparece con su ruidosa presencia, la carcajada inocente y un rostro feliz, es sabiamente feliz con su poca instrucción, la que sólo le dio la vida y suelta su ocurrencia de chico travieso cuando cuenta que el médico le prohibió andar a caballo. .Y güiá andar en yegua., dice con aire de suficiencia, agradecido por estar vivo, creer en Dios y en la vida.
Si quieren enviar relatos de sus pueblos pueden hacerlo a: delacalle.juan62@gmail.com
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