El 1 de noviembre de 1974, pasada la medianoche, dos vehículos avanzaban por la Av. Cazón hacia el corazón de Tigre, un Dodge Polara azul metalizado y un Torino 380 naranja con techo vinílico negro. En ellos se desplazaban cinco efectivos del GEC, los Grupos Especiales de Combate que Montoneros había organizado para llevar a cabo operaciones especiales y de alto riesgo en situaciones extremas.
Se trataba de Horacio Mendizábal –jefe de la sección–, Roberto Cirilo “Nacho” Perdía, Norberto “Beto” Ahumada y dos buzos expertos, el “Gordo” Alfredito y “Pipo”, comandos anfibios de la agrupación.
Los vehículos cruzaron el Canal San Fernando, hicieron seis cuadras por la mencionada arteria y al llegar a Luis Pereira doblaron a la derecha, en dirección al río Lujan. Circulando por esa calle atravesaron sucesivamente España, Zuviría, Italia, Sáenz Peña, Müller y las vías del ramal clausurado del Ferrocarril Mitre1, para seguir por el camino de tierra que pasaba junto al aserradero “La Plantadora” y la empresa Okal Argentina. Doscientos metros más adelante se detuvieron y apagaron las luces; el lugar se hallaba en penumbras y no se veía nadie en los alrededores.
Delante de ellos, sobre el arroyo Rosquete, se alzaba la guardería Sandymar, cuatrocientos metros al norte las dársenas del Puerto de Frutos se introducían en el río y en la orilla opuesta, a la derecha, brillaban los grandes reflectores de ASTARSA, poderosa industria naval fundada en 1927 para construir buques pesados y locomotoras.
Los terroristas se disponían a asestar un golpe demoledor, tanto al gobierno como a las fuerzas de seguridad: asesinar al comisario Alberto Villar, cuya actuación al frente de la Policía Federal se estaba tornando un serio obstáculo para su accionar.
La operación fue planificada por Rodolfo “Moncho” Vázquez Conforti y consistía en volar la embarcación deportiva del alto funcionario cuando estuviese navegando hacia el río Luján. Los trabajos de inteligencia les habían insumido varios meses e incluían un meticuloso estudio del terreno, horarios, desplazamientos y el armamento a utilizar además del personal necesario para llevar a cabo la misión.
Máximo Nicoletti (nombre de guerra “Gordo Alfredito”) era un buzo experimentado. Había nacido en Mendoza, el 5 de septiembre de 1950 aunque fue criado en Puerto Madryn, donde su madre se radicó con sus cuatro hijos (tres mujeres y un varón)2.
Nicoletti no era su apellido sino el de su padrastro, un inmigrante italiano, veterano de la Segunda Guerra Mundial, que había formado parte de los escuadrones de buzos tácticos de la Regia Marina que atacaron con éxito la flota aliada, siendo de recordar el memorable raid en el puerto de Alejandría donde hundieron varias unidades.
Su madre se había casado con él en Chubut y fue entonces que los pequeños tomaron su apellido. Fallecida su esposa, don Pino –tal era su nombre– emigró a Brasil donde conformó un nuevo hogar, perdiendo toda relación con sus hijastros.
Nicoletti demostró desde pequeño su vocación por las actividades acuáticas. Ya en la adolescencia practicó natación y llegó a ser campeón nacional en esa disciplina pero la política comenzó a tirarle y de esa manera, siendo aun estudiante, se incorporó a las filas de la Juventud Peronista de Trelew, doctrina que abrazó con pasión aparentemente influenciado por su padrastro fascista.
Su militancia le permitió ascender rápidamente y ya volcado a la izquierda, participó en hechos tan resonantes como el Cordobazo y el secuestro del general Aramburu. Pero en esas acciones apenas fue un simple participante, un testigo si se quiere. Su primera acción de envergadura tuvo lugar durante la fuga del penal de Rawson donde tuvo a su cargo parte del apoyo logístico. Fue la época en que ingresó a Montoneros, donde alcanzaría reputación por su arrojo y decisión.
Al servicio de la organización puso toda su experiencia como combatiente así como sus cualidades para llevar a cabo operaciones submarinas y misiones especiales. “Pipo”, otro cuadro temerario, fue designado para secundarlo.
En lo que al comisario Villar se refiere, los fines de semana tenía por costumbre efectuar paseos al Tigre con su lancha deportiva, siempre acompañado por su esposa Elsa Marina Pérez. Lo hacía los sábados por la mañana para regresar a última hora de la tarde o al día siguiente, luego de pasar la noche en alguno de los recreos que abundaban en las islas, pero como ese día era feriado, decidió extender la excursión.
Los montoneros le venían haciendo seguimiento desde mediados de año, estudiando detenidamente sus movimientos para luego evaluarlos y proceder en consecuencia. La idea era instalar un dispositivo mecánico en la embarcación y activarlo a distancia ni bien iniciase la travesía.
El 31 de octubre finalizó lluvioso y con algo de viento. Los integrantes del escuadrón abordaron los vehículos y se pusieron en marcha llevando listas sus armas y el equipo completo para poner en marcha la operación. Al llegar a destino echaron pie a tierra y al amparo de la noche, tres de ellos tomaron posiciones con sus escopetas Itaka, listas para ser accionada y los dos restantes se dirigieron a la parte trasera del Dodge para extraer el equipo y los explosivos.
Se colocaron los trajes de neoprene, las patas de rana, los tanques de oxígeno y las máscaras y cuando estuvieron listos sus compañeros los ayudaron a colocar sobre sus espaldas los 10 kilos de trotyl que pensaban utilizar para volar la embarcación. Ni bien terminaron caminaron hacia el arroyo y a la vista de sus compañeros se introdujeron lentamente en él, intentando hacer el menor ruido posible. Los hombres que quedaron en tierra los vieron sumergirse y desaparecer y recién entonces regresaron a los automóviles y se metieron dentro. Los buzos nadaron hacia el norte, donde se hallaba amarrado el "Marina" y una vez a su lado, procedieron a quitarse las cargas para adherirlas al casco.
Mientras tanto, en la orilla, sus compañeros aguardaban la llegada de otros dos combatientes, el “Pelado” Giménez y su esposa Mirta “La Negra” Barrutti, estudiante de Filosofía y Letras, cuya misión era prestar apoyo y atraer sobre sí cualquier amenaza que se presentase. Los comandos alcanzaron la embarcación a la 01.00 a.m., emergieron unos instantes, echaron una rápida mirada a los alrededores y volvieron a sumergirse para adherir los explosivos a la quilla, justo debajo de la cabina.
El trabajo les llevó poco más de diez minutos y una vez finalizado emprendieron el regreso, desandando el camino de la misma manera. Para ese momento, el segundo automóvil se encontraba detenido detrás del Dodge y sus ocupantes aguardaban dentro, atentos al menor movimiento. “Alfredito” y “Pipo” nadaron a tres o cuatro metros de profundidad; ya en el punto de partida emergieron de las aguas y una vez en tierra se dirigieron al primer vehículo donde sus compañeros bebían café con las Itakas sobre las rodillas. Se quitaron los trajes, los colocaron nuevamente en baúl, se vistieron con sus ropas comunes y se repartieron en cada auto, para dormir unas horas hasta la mañana siguiente.
Pese a la tormenta de la noche anterior, el viernes 1 amaneció despejado en Buenos Aires, el sol brillaba en el firmamento y no se veía una nube. El matrimonio Villar salió de su departamento, cerró la puerta con llave y bajó a la calle donde su custodia aguardaba desde hacía quince minutos.
Dentro del coche esperaba su chofer, el agente Ponce, listo para partir y detrás de él los dos Ford Falcon verdes de la escolta, con cuatro hombres fuertemente armados en cada uno, todos de saco y corbata, con gafas obscuras que les daban un aire tenebroso.
Cuando la caravana se puso en marcha eran las 09:45; a poco de arrancar uno de los Falcon se adelanto y el otro se puso detrás, cubriendo de esa manera los flancos. Como era día festivo las calles mostraban poco tránsito por lo que el desplazamiento hasta la Av. Libertador se hizo sin inconvenientes.
Así cruzaron la Gral. Paz y continuaron en dirección norte, atravesando los partidos de Vicente López, San Isidro y San Fernando. Cincuenta minutos después estaban en el Tigre, haciendo el mismo trayecto que los guerrilleros la noche anterior. Entraron por Cazón, hicieron las ocho cuadras hasta Luis Pereyra y doblaron en dirección a la guardería, sorteando los 200 metros de tierra una vez cruzadas las vías del ramal clausurado.
Ponce se detuvo frente al fondeadero y apagó el motor mientras el comisario y su esposa se disponían a descender. Los miembros de la custodia estacionaron detrás y descendieron a excepción de los choferes, quienes permanecieron en sus asientos con los motores en marcha.
Ponce tomó unos bolsos que le alcanzó la señora de Villar en tanto los guardaespaldas se desplegaban en torno a ellos, conformando un perímetro que cubría todo el área.
El matrimonio se dirigió al muelle acompañado por dos escoltas y el chofer. Ya junto a la embarcación los ayudaron a abordar al tiempo que comenzaban a pasarles sus pertenencias, todo a la vista de los asesinos que observaban a la distancia.
Villar ingresó en la cabina, encendió el motor y luego salió a desenrollar las amarras. En esos momentos su mujer se acomodaba en el asiento del acompañante luego de de acomodar los bolsos en la parte trasera y se colocaba unos anteojos obscuros para protegerse del sol. Cuando todo estuvo listo se despidieron del personal, el comisario se ubicó frente al volante y comenzó a mover el timón, alejándose lentamente hacia el centro del arroyo.
Nadie podía imaginar lo que estaba por suceder.
Ponce y los miembros de la custodia caminaban de regreso a los autos cuando una tremenda explosión sacudió con fuerza los alrededores. Los agentes volvieron sus cabezas y lo que vieron los hizo estremecer.
El crucero del comisario Villar se hundía envuelto en llamas, al tiempo que desprendía una densa humareda negra que se elevaba siniestra hacia el cielo despejado.
Atraídos por el estruendo, algunos vecinos de la calle Luis Pereyra corrieron hasta la orilla e incluso uno de ellos abordó un bote y comenzó a remar hacia el naufragio, tratando de socorrer a las víctimas.
Desde sus automóviles, los extremistas observaban la escena y sacaban conclusiones. Habían accionado el dispositivo cuando la nave se encontraba en las bocas del arroyo, frente a donde se hallaban estacionados y eso les permitió hacer una primera evaluación de los resultados.
Convertido en una bola de fuego, el “Marina” desapareció bajo las aguas, dejando algunos restos flotando en la superficie.
El cuerpo de la señora de Villar voló hasta la vecina orilla y allí quedó tendido, sin vida, en tanto el de su marido yacía disperso por todas partes, espantosamente cercenado.
Consumado el atentado, los terroristas se retiraron, dejando detrás dos nuevas víctimas y una marcada sensación de indefensión.
De manera inmediata, la custodia del comisario estableció un cerco para alejar a los vecinos y radió la novedad al comando. A los pocos minutos comenzaron a llegar los primeros patrulleros, así como vehículos de seguridad particulares, la Prefectura Naval y efectivos de bomberos. Con ellos lo hicieron peritos en explosivos cuya función era determinar que había producido el estallido.
El cerco policial se tornó en extremo riguroso. El personal de la guardería fue demorado y se hizo requisa de vehículos y peatones.
A las 13:15 el mismo fue levantado y los periodistas pudieron ingresar a la zona, seguidos por vecinos y curiosos.
Para entonces, el subjefe de la Policía Federal, comisario Luis Margaride, se encontraba en el lugar siguiendo de cerca la actuación de los peritos; a pocos metros, junto a la pequeña edificación de madera con techo de zinc del embarcadero, yacían los restos de la embarcación que habían quedado flotando luego e su hundimiento, apenas ocho fragmentos de su casco y restos plásticos de su motor.
Los cuerpos deshechos del alto funcionario y su esposa fueron recogidos por personal especializado y depositados en la orilla donde se los cubrió con sendas mantas. Una hora después llegó un helicóptero para recogerlos y trasladarlos al Hospital Churruca donde los médicos forenses aguardaban para practicarles la autopsia.
Ni bien pudieron acceder al lugar de los hechos, los periodistas abordaron a un inspector de policía vestido de civil, a quien le preguntaron si se había ordenado el acuartelamiento de las fuerzas policiales.
-Lo ignoro, yo estuve recién con el subjefe, el señor Margaride pero no me dijo nada de ese asunto…, lo que presumo es que todo el personal de la Policía Federal tiene que presentarse a sus destinos en una situación tan desgraciada como esta. Presumo que todo el mundo tiene que presentarse aprestar servicios.
Al serle requerida su opinión, Margaride manifestó:
-No dudamos de que se trata de un hecho criminal. Los restos del jefe de Policía y de su esposa serán velados como corresponde en el salón dorado del Departamento Central de Policía, luego que sean llevados desde el (Hospital) Churruca hasta donde los transportó el helicóptero.
Cinco minutos después se hizo presente el jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, comisario mayor Enrique Silva, quien expresó a los medios de prensa que la repartición a su cargo iba a ponerse a disposición de su par de la Federal para dar con los responsables del atentado.
-Se trata de un hecho desgraciado ante la pérdida de la vida del jefe de la Policía Federal. La Policía de la Provincia se siente acongojada ante este hecho que una vez más trata de romper o resentir a los servicios de seguridad. Está trabajando la Prefectura Nacional Marítima que es la encargada de hacer las actuaciones sumariales. En la investigación vamos a colaborar como si fuera un jefe de la Policía de la Provincia. Todos los efectivos de la Policía de la Provincia están dispuestos a colaborar; a tratar de desentrañar esto que nos está carcomiendo el país.
Ante otra requisitoria sobre si se habían practicado detenciones, Silva respondió:
-No, no se han hecho detenciones de importancia hasta el momento. Estamos trabajando en eso.
-¿Pero el personal de la guardería?
-Bueno… se ha retenido preventivamente.
-¿Qué tipo de artefacto fue? ¿Fue activado por control remoto? ¿Qué información se tiene hasta el momento?
-Están trabajando los peritos en explosivos para determinar fehacientemente como accionó el artefacto explosivo.
A los reporteros de “La Nación”, el comisario Silva les dijo:
-Por sus características criminales [este ataque] debe llamarnos a reflexión y a unir más a la fuerza policial en pro de la defensa de nuestras convicciones cristianas.
El vecino José Héctor Parreño brindó su versión tanto a la prensa televisiva como escrita.
-Vi que un señor y una mujer vestidos de sport que llevaban unos bultos y rodeados de mucha gente armada subían a un crucerito particular de nombre “Marina” de ocho a diez metros de eslora que previamente desde la orilla de enfrente les había acercado un marinero. No habrían recorrido diez metros hacia el río Luján cuando se produjo una explosión indescriptible y prácticamente la total voladura de la embarcación que, en medio de un cerco de fuego, se hundió rápidamente. Las personas que los acompañaban fueron testigos impotentes de lo que sucedía en el agua y solo atinaban a desalojarme del lugar. Recuerdo que en esos momentos navegaba una pequeña canoa cuyo ocupante al observar lo sucedido intentó prestar auxilio pero todo fue inútil.
Los trabajadores de ASTARSA coincidieron con la descripción de Parreño, la explosión había sido en extremo violenta y la columna de humo que emergía del desastre, negra y en extremo densa.
-…en un primer momento algunos pensamos que habían estallado los tanques de propano que están instalados dentro el área de la empresa –dijo uno de ellos- Cuando comprobamos que no era así y al observar la densa humareda y al observar la densa humareda que ascendía, circuló la versión que había explotado la caldera de una chata, a lo que no se dio crédito por lo fuerte que fue el ruido y las vibraciones que sentimos. Una persona de la firma logró aproximarse hasta unos 100 metros del sitio donde ocurrió el hecho y observar que flotaba un cuerpo humano, rodeado de restos minúsculos. Algo así como si hubieran desparramado decenas de astillas de cajones para bebidas.
Poco después comenzaron a llegar helicópteros del Ejército, de la Policía Federal y de La Prefectura Naval y enseguida se tendió un cerco de seguridad que impidió totalmente el acceso al lugar.
Mientras se sucedían estos diálogos, el Cuerpo de Buceo de la Prefectura intentaba ubicar los restos de la embarcación sumergida y dar con otros objetos que permitiesen encauzar la investigación. Según pudo determinarse, el crucero había entrado en reparaciones en un taller cercano e iba a ser probado por el comisario durante el paseo.
A la 1.25 p.m. el subjefe de la Policía federal abordó un helicóptero de la repartición y regresó a la capital no sin antes impartir directivas al personal que quedaba trabajando en la investigación.
Para esos momentos, el personal de Sandymar se encontraba detenido a efectos de ser interrogado, previa averiguación de antecedentes.
En horas de la tarde, Margaride se reunió en el Departamento Central de Policía con los comandantes de las tres armas para abordar los detalles del atentado.
Pasado el mediodía (12:30 horas) el ministro del Interior, Alberto Rocamora, recibió a los periodistas acreditados en la Casa Rosada, quienes previamente habían entrevistado al subsecretario general del Ministerio, Dr. Fernando Ocampo Casco.
Con gesto adusto y tono grave, Rocamora dio a conocer la noticia, aclarando que según se presumía, se trataba de un atentado cometido por una organización subversiva.
Al ser consultado sobre si la Policía Federal se hallaba acuartelada, el titular de la cartera manifestó que se estaba analizando la posibilidad. Y ante una nueva pregunta sobre la adopción de medidas, su respuesta fue cortante y en extremo seca:
-Veremos…
Una nueva muestra de improvisación y falta de seriedad del periodismo argentino la brinda “La Nación” al informar sin ningún tipo de análisis que un alto funcionario de la Casa de Gobierno dijo que la explosión había sido escuchada desde la Quinta Presidencial de Olivos (¡¿?!), algo imposible dada la distancia entre esa localidad y Tigre.
Una de las primeras voces de repudio que se escuchó fue la de López Rega, de quien Villar era estrecho colaborador, seguida inmediatamente después por la de todo el espectro político y cultural comenzando por el Poder Ejecutivo en la persona de la presidente de la Nación, quien de manera inmediata dispuso honores fúnebres y dos días de duelo.
El total de las Fuerzas Armadas y de Seguridad, la Universidad de Buenos Aires a través de su interventor Alberto Ottalagano, la CGT, la Confederación General Económica y hasta el Frente de Izquierda Popular del controvertido Jorge Abelardo Ramos, expresaron su condena así como el total de los legisladores radicales, Acción Nacional, Falange de Fe, el Comité Nacional de UDELPA, el interventor de Córdoba, brigadier Raúl O. Lacabanne y el arzobispo de Mendoza, monseñor Olimpo Santiago Maresma, seguido por toda la Iglesia. La subversión acababa de cometer un nuevo magnicidio y dado una nueva muestra de su capacidad operativa al hundir una segunda embarcación. No sería la última.
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