Otro acontecimiento histórico de gran importancia fue la caída del Imperio romano. Los efectos que produjo este hecho se extendieron a lo largo de un vasto territorio y fueron muy duraderos. Las causas del declive han sido estudiadas y debatidas por los historiadores durante muchos años; en otro orden de problemas y cuestiones, en este apartado se analizarán aquellas causas y efectos relacionados con las enfermedades y su prevención.
Se estima que las condiciones sanitarias y de salud publica en Roma cerca del año 300 d.C estaban más avanzadas que a mediados del siglo XIX. En este sentido, los romanos en el siglo IV a. C comenzaron la construcción del sistema de drenaje, la Cloaca Máxima, que funcionaría como una moderna planta de desagüe. Este tipo de obras se construyeron en distintos lugares del Imperio: las ruinas de Pompeya y Herculano –destruidas por una erupción del Vesubio en el 79 d.C– revelaron un moderno sistema de retretes con agua corriente. Bajo el reinado del emperador Vespasiano fue construido un edificio de mármol con urinales, y para poder hacer uso de él se debía abonar una pequeña suma.
En oposición, la ciudad de Londres no tuvo este sistema de retretes públicos hasta 1851, conjuntamente con el desarrollo de la Gran Exhibición de 1851 en Hyde Park. Como ensayo, ese mismo año, en las salas de espera para damas de la calle Bedford y para caballeros en la calle Fleet, se instalaron retretes en los que se cobraba, en valores aproximados, lo que serían 5 euros actuales “por el privilegio” de poder usarlos y 10 euros por una toalla caliente. De esa manera, mientras el costo de la construcción había ascendido a 680 libras, en cinco meses, y a pesar de la distancia entre los baños y el solar de la exhibición, se recaudaron 2.470 libras.
El Imperio Romano, a principios del año 312 a.C contaba con un primer acueducto que transportaba agua pura a la ciudad, teniendo en cuenta que la higiene se vincula con un adecuado suministro de agua. A comienzos de la era cristiana existían seis acueductos; cien años después sumaban diez, que proveían cerca de mil millones de litros de agua por día. De los cuales, la mitad era utilizada para abastecer los baños públicos, por lo que sobraban 225 litros por cabeza para dos millones de habitantes; la misma cantidad que se consume en la actualidad en Londres y Nueva York. En 1954, cuatro de esos acueductos fueron renovados y bastaron para satisfacer las necesidades de la Roma moderna.
Los baños de Caracalla ya funcionaban en el año 200 d.C. y podían recibir 1.600 bañistas al mismo tiempo. Los de Diocleciano, construidos ochenta años después, tenían, más o menos, 3.000 salas. Un dato curioso es que los baños romanos eran parecidos a un sauna moderno, y acompañaban a la civilización romana dondequiera que ella fuera. Algunos lugares se hicieron famosos debido a las propiedades curativas de las tibias aguas, ricas en minerales. Sólo unos pocos, como Bath en Inglaterra y Wiesbaden en Alemania, mantienen aún la reputación de spa medicinal. (Ver Acueductos Romanos)
Es necesario destacar que la gran ciudad romana había crecido al azar, con calles angostas y sinuosas y casas miserables. En el año 64 d.C, fue azotada por el gran incendio que causó el emperador Nerón, donde alrededor de dos tercios de la ciudad fueron destruidos. Sin embargo, fue reconstruida siguiendo un plan maestro con calles rectas, anchas y grandes parques.
En este sentido, el Imperio poseía funcionarios especializados en la higiene: los ediles tenían la función de supervisar la limpieza de los caminos públicos y controlar la calidad de los suministros de alimentos. Entre otras medidas de salubridad, estaban prohibidos los entierros dentro de la ciudad, por lo cual se creó un sistema mucho más higiénico: la cremación. El entierro recién fue completamente incorporado cuando las creencias cristianas acerca de la resurrección de la carne se impusieron. En limpieza, sanidad y reserva de agua, Roma era más parecida al Londres o la Nueva York del siglo XX, que a la París medieval o la Viena del siglo XVIII.
Los romanos fueron pioneros en lo que respecta a vivir en una gran urbe y sabían por propia experiencia que una ciudad con gran número de personas no podía sobrevivir sin disponibilidad de agua, calles limpias y cloacas eficientes. Un londinense del siglo XVII vivía en condiciones que no hubieran sido toleradas por un romano en el siglo 1. Sin embargo tanto romanos como londinenses compartían un mismo problema: desconocían la causa de las enfermedades. De hecho, si el agua que circulaba por los acueductos hubiera provenido de una fuente contaminada, los romanos habrían corrido el mismo riesgo que los londinenses que se proveían de agua en el enlodado Támesis. Esta falta de conocimiento esencial hizo que las magníficas medidas de salubridad de la Roma imperial resultaran inútiles en los años de las plagas.
Imaginemos a Roma como una abultada araña centrada en su red, extendiéndose desde el Sahara en el sur hasta Escocia en el norte, y desde el mar Caspio y el golfo Pérsico al este, hasta las costas de España y Portugal al oeste. Hacia el norte y el oeste se encontraba con los océanos; al sur y al este, con continentes enormes y desconocidos, en los cuales vivía gente menos civilizada: africanos, árabes y las tribus salvajes de Asia. Más allá de las tenues sombras se asentaban las antiguas civilizaciones de China y la India.
Así, las fronteras del Imperio eran protegidas por las tropas en los puntos estratégicos. Desde esos puestos se extendían las redes que conducían a Roma; las rutas marítimas de África y Egipto y los caminos de los legionarios también confluían en la ciudad. Y es ahí, justamente, donde comienzan los problemas: el vasto territorio del interior poseía secretos que los romanos ignoraban, entre ellos, microorganismos de enfermedades desconocidas, con los cuales las tropas romanas estaban en constante contacto al atacar y ser atacadas. Incluso, un tráfico fluido por mar y por tierra propiciaba un gran intercambio de gente. Como se expresó anteriormente, Roma era una ciudad densamente poblada y muy civilizada pero carecía de recursos para combatir las infecciones. Dada esta conjunción de circunstancias, no es de extrañar que los últimos siglos del Imperio romano haya estado expuesto a una seguidilla de pestes.
Un ejemplo de ello fue lo que aconteció en el siglo I a.C cuando una inusual clase de malaria afectó los distritos pantanosos de los alrededores de Roma causando una gran epidemia en el año 79 d.C (poco después de la erupción del Vesubio). Una de las hipótesis es que la infección quedo circunscripta a Italia, pero causó estragos en varias ciudades y muchas muertes en Campania, la zona de cultivos donde Roma se proveía. Los daños causados en la tierra utilizadas para la labranza fueron considerables de manera que hasta el siglo XIX continuo siendo un lugar sensible a la malaria. Incluso, es posible que esta epidemia se originara en África.
A su vez se produjo una caída de la tasa de nacimientos de los ítalo-romanos en un momento en que los territorios conquistados aumentaban. Esto, sin duda, se debió a la malaria, pero también a la disminución de la expectativa de vida a causa de las enfermedades mal curadas, que debilitaban y alteraban a la gente (3). En el siglo IV d.c. las tropas de los legionarios ya no estaban formadas sólo por italianos, y hasta los oficiales eran reclutados en distintos grupos germánicos. Se argumenta que la falta de artículos suntuarios, que antes llegaban del Este, influyó en ese abatimiento del pueblo durante los últimos días de Roma, pero es probable que la causa real haya sido la malaria endémica.
A fines del siglo I d.C. los hunos invadían las fronteras del Este. Éstos, eran un pueblo nómada, guerrero y agresivo, nacido en Asia Central, que cabalgando por las estepas habían llegado hacia el sudeste europeo. Se estima que este éxodo se debió a alguna enfermedad, a la hambruna, o a una combinación de ambas en el norte de China. Estos invasores presionaron hacia el oeste a las tribus germánicas de los alanos, ostrogodos y visigodos, habitantes del centro euroasiático. Al final, lograron quebrar la unidad del Imperio, dejándolo fragmentado en varios Estados desorganizados que guerreaban entre sí.
Con la llegada de los hunos llevaron también se produjeron nuevas infecciones, que causaron una serie de epidemias conocidas por los historiadores como “plagas”. A su vez, ellos mismos se encontraron con enfermedades desconocidas. Durante los años 451 y 454, bajo el mando de Atila, penetraron en la Galia y el norte de Italia, pero tuvieron que retroceder antes de entrar en Roma, posiblemente debido a una enfermedad epidémica.
(3)Se da por obvia la consecuencia natural del alejamiento físico de los soldados.
(4)Debido a sus incursiones, los hunos se mestizaron, absorbiendo en su ejército a distintas razas, y asimilaron tipos físicos, lenguas y culturas diversos. Al llegar a Europa su carácter asiático era variado y su identidad étnica, difícil de precisar.
Otra de las epidemias a considerar es la plaga de Antonio, conocida también como plaga del médico Galeno. La misma comenzó en el año 164 entre las tropas del segundo emperador, Lucio Aurelio Vero,(5) situadas en el límite este del Imperio. Se estima que la enfermedad quedó circunscrita a ese lugar, causando estragos en el ejército comandado por Ovidio Claudio, enviado a sofocar una rebelión en Siria. A su vez, la infección acompañó a los legionarios en el camino de regreso y se expandió por los territorios del recorrido llegando hasta la propia Roma dos años después. Con celeridad el vasto territorio se vio infectado. La mortalidad fue considerable en todo el Imperio de tal manera que los cadáveres debían ser sacados en carretas de las ciudades.
La importancia de esta plaga estriba en que gracias a ella se produjo la primera grieta en las líneas defensivas de Roma. Hasta el año 161 las fronteras romanas se habían expandido de continuo, manteniéndose intactas, hasta que ese año una tribu germánica quebró la barrera nordeste de Italia. De esta forma el Imperio fue progresivamente debilitándose. Así, durante ocho años, el miedo y la desorganización impidieron a los romanos una acción defensiva. Finalmente, toda la fuerza del ejército imperial cayó sobre los invasores, obligándolos a retroceder. Al parecer, la enfermedad fue la causa principal de esa retirada, pues se encontraron muchos cadáveres del enemigo sin rastros de heridas. Es muy probable que se hayan contagiado la infección de los legionarios.
En este sentido, la plaga hizo estragos hasta el año 180; una de sus últimas víctimas fue el más noble entre los nobles, el emperador Marco Aurelio, que murió en el séptimo día de la enfermedad, habiéndose negado a ver a su hijo por temor a contagiarlo.(6 )
La epidemia volvió al Imperio en el año 189, después de un corto respiro, aunque esta vez fue de menor alcance ya que se circunscribió a la ciudad de Roma y en su pico más alto, ocasionó más de mil muertes por día.
Galeno dejo asentadas las características de esta plaga: como síntomas iniciales señalaba a la fiebre alta, inflamación de boca y garganta, una sed abrasadora y diarrea; alrededor del noveno día aparecía una erupción en la piel, que en algunos casos era seca y en otros producía pústulas. Da a entender que la mayoría de los enfermos moría antes de la erupción, pero igualmente se observa una semejanza con la plaga de Atenas. Lo indudable es que ésta provenía del Este.
(5) Lucio Aurelio Vero era hermano adoptivo del emperador Marco Aurelio (cuyo nombre de nacimiento era Marco Annio Vero), quien lo asoció al trono.
(6)Marco Aurelio, un líder bien intencionado, llegó a vender sus posesiones personales para mitigar los efectos del hambre y la peste en el imperio, aunque, a la vez, persiguió a los cristianos, en la opinión de que constituían una amenaza para el sistema. En el año 176 volvió a la frontera norte con la intención de extender los límites del Imperio hasta el río Vístula. Murió de peste en Vindobona —actual Viena— el 17 de marzo del 180, antes de poner en marcha su plan de invasión.
La mayoría de los historiadores, por la mención que Galeno hace de las pústulas, estiman que se trata de una primer epidemia de viruela. Una de las interpretaciones postula que el traslado de los hunos hacia occidente se debió a una terrible epidemia de viruela en Asia Central, que fue transmitida a las tribus germánicas, que a su vez contagiaron a los romanos. En contraposición, la historia romana muestra la diferencia de los síntomas de las plagas de viruela de los siglos XVI al XVIII, con los síntomas descritos por Galeno; aunque la primera aparición de una enfermedad con frecuencia toma un curso y una forma distintos de los de la enfermedad típica.
La siguiente plaga que describe la Historia es la de Cipriano (obispo de Cartago), en el año 250, que sin duda cambió el curso de la historia de Europa Occidental.
Cipriano describió los síntomas como diarrea repentina con vómitos, garganta ulcerada, fiebre muy alta y la putrefacción o gangrena de manos y pies. Otros testimonios la describen como una rápida expansión de la enfermedad en todo el cuerpo, con sed insaciable. En ninguno de esos casos se habla de sarpullido o erupción, a no ser que la frase ‘rápida expansión por todo el cuerpo” insinúe una manifestación de tal síntoma.
El origen de esta epidemia se considera similar a la plaga ateniense, es decir, que provino de Etiopía y desde allí se propagó a Egipto y a las colonias romanas en el norte de África que se consideraban el granero de Roma. En este sentido, la plaga de Cipriano se asemeja a la de Orosio, del año 125, que fue precedida por un ataque de langostas que destruyó las plantaciones de cereales, tras lo cual se produjo una terrible hambruna, y luego la plaga.
Algunas especulaciones giraban en torno a la posibilidad de que esta epidemia sea ergotismo, enfermedad que se contrae al comer pan de centeno infectado por el hongo Claviceps, sin embargo, las escasas evidencias al respecto convierten a la hipótesis en poco probable, sumado a que el centeno era una cosecha propia del norte y no del sur. Además, la amplia expansión y la persistencia de la plaga de Cipriano son también argumentos en contra de esa teoría.
La fase aguda de la plaga de Cipriano duró dieciséis años, durante los cuales la gente vivió presa del pánico. Millones de campesinos abandonaron el campo para refugiarse en ciudades superpobladas, ocasionando nuevos focos de infección, y dejando que se echaran a perder grandes áreas de tierra de cultivo. Muchos pensaron que la raza humana no sobreviviría. La mortandad fue mucho mayor que en otras pestes: los muertos eran más numerosos que los sobrevivientes que debían enterrarlos.
La plaga de Cipriano fue semejante a la “gripe española” de 1918 a 1919; ambas desataron una verdadera pandemia. La primera afectó a todo el Este conocido. Avanzó con gran rapidez y no sólo se contagiaba de persona a persona sino por contacto con alguna prenda o artículo del enfermo. La primera aparición fue devastadora, luego hubo una remisión y a continuación reapareció con igual virulencia. En este caso hubo una incidencia estacional: el brote se producía en otoño, duraba todo el invierno y la primavera y decrecía cuando comenzaban los calores del verano; este ciclo sugiere que se trató de la fiebre tifoidea.
Sin embargo, el imperio logro superar la catástrofe, a pesar de las guerras en la Mesopotamia, en la frontera este y en las Galias, pero, en el año 250, los legionarios retrocedieron desde Transilvania y la Selva Negra hasta el Danubio y el Rin. La situación parecía tan peligrosa que el emperador Aurellano decidió fortificar Roma.
Existe la posibilidad de que la enfermedad, después de la fase aguda, persistiera en forma más suave. Durante los tres siglos siguientes, en los que Roma colapsó bajo la presión de los godos y vándalos, hubo brotes recurrentes de una peste similar. Luego, la evidencia se volvió más borrosa, degenerando en una historia de guerras, hambruna y enfermedades. Paralelamente a la desintegración del Imperio Romano. (7)
La invasión de los pueblos germanos se produjo mediante el ingreso de contingentes a Italia y la Galia, cruzando los Pirineos hacia España y también penetrando en el norte africano. Hacia el año 480, una epidemia parecida los debilitó tanto que no pudieron resistir una invasión de los moros. Hay informes no confirmados de una gran mortandad en Roma en el 467 y en Viena en el 455.
Así también se debe considerar la plaga que atacó a Gran Bretaña en el 444, pues pudo haber afectado la historia de los anglosajones. Esta plaga, aparentemente generalizada, constituyó una pandemia, Según Bede, la mortandad fue tan grande que no quedaban hombres sanos para enterrar a los muertos. La peste agotó a tal punto a las fuerzas de Vortigern, el jefe británico-romano, que no pudo repeler la invasión de los pictos y escoceses. La leyenda establece que, después de consultar a sus jefes, Vortigern decidió pedir ayuda a los sajones, que llegaron como mercenarios en el 449 bajo las órdenes de Hengist y Horsa. Posiblemente, la epidemia debilitó tanto a los británicos que la entrada de los sajones fue inevitable.
(7) En La historia del clima, Pascal Acot cuestiona la visión que adjudica la caída del Imperio a una crisis provocada en parte por cambios climáticos y aporta datos interesantes: ‘Por otro lado, si el deterioro del clima tuvo un papel relevante en la degradación y el estallido del Imperio Romano, ¿sobre qué bases se afirma que pudo ser más importante que las epidemias que se sucedieron a partir del siglo 11 hasta el siglo y? Por ejemplo, en 165, en el reinado de Marco Aurelio (c. 212-180>, una epidemia de tifus exantemático, conocida como ‘peste antonina’ (y que, quizás, estaba combinada con otras patologías) arrasó italia y la Galia durante quince años, con picos de mortalidad que oscilaban entre 2.000 y 3.000 decesos por día en ciertos períodos. Entre 252 y 254, una enfermedad misteriosa, cuya descripción recuerda en ciertos aspectos al cólera, mató a varios miles de personas por día en Grecia y en Roma. En 302, una enfermedad llamada ‘ántrax’ por Eusebio de Cesarea arrasó con el mundo romano. Una epidemia de viruela estalló en 312 y también provocó una fuerte mortandad. Por lo tanto, ¿cómo atribuir al clima las crisis agrícolas y, a veces, las hambrunas que estallaron en el mismo período, cuando la producción era golpeada con fuerza por la desaparición por enfermedad de una gran cantidad de esclavos?”.
Fuente Consultada: Grandes Pestes de la Historia de Frederick F. Cartwright y Michael Biddiss Enciclopedia Encarta - Enciclopedia Cosmos Vol. 7 Por Araceli Boumer
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