Cuando la guerra terminó millones de judíos, eslavos, gitanos, homosexuales, testigos de Jehová, comunistas y otros grupos habían fallecido en el Holocausto. Más de 5.000.000 de judíos fueron asesinados: unos 3.000.000 en centros de exterminio y en campos de trabajo, 1.400.000 en los fusilamientos masivos, y más de 600.000 en los guetos (se estima que el número de víctimas fue casi de 6.000.000).
No puede hallarse en la Historia otro crimen tan atroz ni tan fríamente calculado como el que aniquiló a millones de seres humanos en los campos de concentración nazis. Reducidos al estado animal, sometidos a la más espantosa degradación moral y física, hombres, mujeres y niños fueron salvajemente torturados y arrastrados a las cámaras de gas por el solo hecho de pertenecer a una raza considerada inferior o de sostener creencias religiosas o políticas antagónicas a las de la «raza de los señores».
Hitler fue el origen de este furioso torbellino de la muerte. Pero Hitler no estaba solo. Parte de un pueblo fanatizado por la propaganda, educado en el desprecio hacia el hombre no ario, le ayudó a borrar de la faz de la tierra a sus pretendidos «enemigos».
Cuando llegaron los soldados del Ejército Rojo, los primeros que iban a liberar un campo de exterminio nazi, sólo 385 de los 120.000 prisioneros que habían pasado por Stutthof (el 90 % de ellos era de origen polaco) lograron franquear las puertas del campo y respirar de nuevo la libertad.
Los jóvenes soldados soviéticos descubrieron un espectáculo dantesco. Allí estaban los supervivientes del horror nazi, que vagaban moribundos, casi desnudos, por la amplia plaza del campo mientras el termómetro marcaba -30 °C; allí estaba el patíbulo, que en numerosísimas ocasiones había servido para segar las vidas de cientos de polacos, mudo testigo de unos hechos difícilmente creíbles; allí estaba la cámara de gas, sofisticada habitación de la muerte, que en los últimos meses de 1944 había consumido la escalofriante cantidad de 200 víctimas por hora; y, finalmente, allí estaba el horno crematorio, con su erguida chimenea aún humeante, donde las SS habían intentado borrar todo rastro de su barbarie, pero sin conseguirlo, porque los 85.000 cadáveres que pretendían hacer desaparecer en el momento de la liberación del campo eran demasiados para la capacidad del horno.
Así pues, los rusos encontraron también miles y miles de cadáveres amontonados formando un amasijo de brazos, piernas y cabezas.
Cuando la guerra terminó millones de judíos, eslavos, gitanos, homosexuales, testigos de Jehová, comunistas y otros grupos habían fallecido en el Holocausto. Más de 5.000.000 de judíos fueron asesinados: unos 3.000.000 en centros de exterminio y en campos de trabajo, 1.400.000 en los fusilamientos masivos, y más de 600.000 en los guetos (se estima que el número de víctimas fue casi de 6.000.000).
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