Bajo sus ordenes se secuestró violentamente a estudiantes secundarios de entre 14 y 17 años en la recordada “Noche de los Lápices” porque militaban en sus colegios y luchaban por el boleto estudiantil gratuito.
El fotógrafo del portal Infojus Leo Vaca no podía creer lo que estaba viendo detrás del lente de su cámara. Corría el mes de octubre del 2014 y en La Plata el Tribunal Oral Criminal Federal 1 estaba finalizando el juicio por La Cacha, uno de los Centros Clandestinos de Detención (CCD) que funcionaba en La Plata durante la última dictadura.
En el momento que se estaba leyendo el veredicto uno de los principales acusados, Miguel Etchecolatz, miró a los familiares de las víctimas y a los organismos de DD. HH presentes en forma amenazante, cínica, inmutable y sacó de su bolsillo un papelito doblado que desplegó con calma e intentó llevárselo al juez pero no lo dejaron. Las fotografías mostraron luego que en papelito del ex comisario estaban escritas las palabras “Jorge Julio López” y menos visible la palabra “secuestrar”.
El mensaje, mafioso por donde se lo mire, fue una clara señal de impunidad ante la desaparición de Julio López ocurrida varios años antes, el 18 de septiembre de 2006. Ese día López desapareció cuando se dirigía a escuchar la sentencia de un juicio que fue histórico porque, luego de décadas de lucha, se estaba juzgando por primera vez como genocidio los secuestros, torturas y crímenes que bajo las órdenes del Estado llevaron adelante las fuerzas represivas para aniquilar una generación de obreros, activistas, estudiantes, militantes peronistas y de izquierda (incluso niños y mujeres embarazadas) y disciplinar al pueblo trabajador.
En ese juicio Etchecolatz fue el segundo represor condenado a perpetua y Julio López fue el testigo cuya contundente declaración terminó siendo clave para lograr su condena.
Miguel Osvaldo Etchecolatz no fue un genocida cualquiera, tuvo un papel central sobre el aparato represivo dirigido por la Policía en la provincia de Buenos Aires desde 1976 (aunque las fuerzas represivas venían actuando desde antes a través de grupos parapoliciales como la Triple A y en La Plata la CNU). Fue la mano derecha del general de brigada Ramón Camps luego de una larga carrera que había comenzado a los 13 años, cuando ingresó a la Escuela Vucetich.
Nunca se arrepintió de nada. En 1997 publicó el libro La otra campana del Nunca Más donde defendía abiertamente el terrorismo de Estado. Afirmó que“nunca tuve ni pensé, ni me acomplejó culpa alguna…¿Por haber matado? Fui ejecutor de la ley hecha por hombres. Fui Guardador de preceptos divinos. Por ambos fundamentos, volvería a hacerlo” (página 124).
Se creía un “iluminado de Dios” y un defensor de los “valores de la Patria”. Consideraba que la capital bonaerense era el epicentro de la guerrilla; visión que compartía con militares y empresarios, por eso La Plata se convirtió en una ciudad testigo para la “lucha contra la subversión”. En sus barrios vivían los obreros organizados en comisiones internas y los delegados combativos de Propulsora Siderúrgica, del astillero Río Santiago y de Petroquímica Sudamericana (entre otros); los estudiantes secundarios y universitarios que peleaban por el boleto estudiantil, los estatales y docentes de agrupaciones antiburocráticas; también amigos y simpatizantes de todas estas causas. Sobre ellos se desató el plan sistemático ejecutado al pie de la letra por el Director General de Investigaciones.
Etchecolatz y la Policía bonaerense en acción
En marzo de 1976 se convirtió en el Director General de Investigaciones de la Policía bonaerense hasta enero de 1979. Desde 1975 esta fuerza de Seguridad, como las otras, pasaron a estar bajo las órdenes del Primer Cuerpo del Ejército. Desde sus oficinas diseñó y organizó los grupos de tareas encargados de secuestrar y torturar a miles de trabajadores y estudiantes en el famoso Circuito Camps, formado por 29 centros clandestinos de detención y distribuidos en 9 partidos de la provincia.
El centro administrativo y logístico del aceitado circuito represivo era la Brigada de Investigaciones más conocida como “la casita” o “la central”. Para los detenidos que pasaron por ahí era un lugar de paso. Estaban dos o tres días y luego los trasladaban a los diferentes campos clandestinos de detención de la provincia como el siniestro Destacamento de Arana, conocido por torturar brutalmente a los detenidos y quemar los cuerpos; la Comisaría 5ta de La Plata a donde iban a parar los “blanqueados” como presos políticos, o Puesto Vasco (Quilmes) que era frecuentado por los altos mandos policiales. No caben dudas de que fue un plan sistemático de exterminio perpetrado por el Estado y los sectores que éste defiende desde siempre. Abundan los testimonios que afirman haber visto al siniestro comisario merodeando los pasillos de los CCD, participando de las torturas y de las detenciones junto a comandos operativos.
Uno de estos comandos fue el que secuestró violentamente de sus casas a estudiantes secundarios de entre 14 y 17 años en la recordada “Noche de los Lápices” porque militaban en sus colegios y luchaban por el boleto estudiantil gratuito. Seis de ellos permanecen desaparecidos. El operativo fue coordinado por la Jefatura de la Policía, es decir por Etchecolatz, y por el Batallón de Inteligencia 601; tenían entre 14 y 17 años. Ese 16 de septiembre de 1976, lo que para las fuerzas represivas fue un operativo de rutina se terminó convirtiendo en un día de lucha y movilización del movimiento estudiantil argentino.
No hay que olvidarse tampoco que el ex policía represor conoce hasta el día de hoy la suerte de Clara Anahí Mariani, hija de Diana Teruggi y Daniel Mariani, quién fuera secuestrada de su hogar durante un operativo en La Plata en noviembre de 1976 en el asesinaron a su madre. Hasta el día de hoy no dio ningún tipo de información al respecto aunque declaró en 2011 que tenía datos sobre su paradero.
Los seis estudiantes detenidos desaparecidos durante "La Noche de los lápices"
No se le conocen sobrenombre al jefe de la bonaerense, a todos les decía que quién los estaba torturando era el comisario Miguel Etchecolatz. El mensaje era para que los sobrevivientes recuerden y difundan con nombre y apellido quién decidía sobre la vida y la muerte de miles. Un mensaje disciplinador para extender el terror sobre quiénes continuaban resistiendo en la clandestinidad y a quiénes se solidarizaban con su lucha. Los represores llamaban a esto “acción psicológica”, pero a la distancia las intenciones de los genocidas no rindieron frutos.
El miedo no apabulló a los cientos de testimonios de ex detenidos en las salas de los tribunales, respaldados por la movilización de las organizaciones de DD.HH y los partidos de izquierda que siempre levantaron sus banderas.
El testimonio de Julio López
“Dale, dale, subila un poco más” dice Etchecolatz a un subalterno haciendo referencia a los voltios de la picana eléctrica. El macabro escenario donde se estaba torturando era la terraza de un centro clandestino en Arana y el picaneado era Jorge Julio López, un albañil militante peronista de una unidad de base del barrio de Los Hornos que había sido secuestrado por un grupo de tareas el 27 de octubre de 1976 en un operativo donde se llevaron a otros militantes del barrio.
También estuvo en otros CCD: Cuatrerismo, comisaría 5ta, Comisaría 8va y de ahí a la Unidad 9. López brindó un largo testimonio de sus años desaparecido en año 2006 en el marco de la causa que juzgaba los crímenes de Etchecolatz (1). Dio nombres de detenidos para clarificar algunas causas y acusó directamente al ex comisario de torturar y matar. Semanas más tarde, Julio López desaparecía por segunda vez sin dejar rastro y todas las sospechas caerían nuevamente sobre el represor.
Ni la participación de los oscuros servicios ilegales -que siguen actuando en las sombras del Estado- ni el rol de las fuerzas de seguridad en la desaparición de López, ni el papelito con el mensaje provocador del ex comisario fueron investigados seriamente por el gobierno kirchnerista. El caso fue minimizado por funcionarios k como Aníbal Fernández quién dijo que debía estar tomando el té en la casa de su tía.
Etchecolatz se jubiló en 1979 y trabajó durante algunos años como seguridad de Bunge y Born según cuenta su hija Mariana, quién hace pocos meses reflejó en una entrevista para la revista Anfibia el calvario que fue vivir con su padre genocida. Si bien había sido juzgado con la vuelta de la democracia burguesa a 23 años de prisión, la sentencia fue anulada porque se aplicó la Ley de Obediencia Debida. La primera condena a perpetua efectiva la recibió el día que Julio López desapareció.
El genocida, que hasta hace algunos meses continuaba formando parte de la policía bonaerense como un jubilado cualquiera, tiene 88 años y la Justicia le otorgó la prisión domiciliaria para que pase fin de año en su casa de Mar del Plata. Toda una muestra de impunidad repudiada por los organismos de Derechos Humanos, partidos políticos de izquierda y amplios sectores de la sociedad.
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