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El muerto ignorado


El 21 de mayo del año próximo se cumplirán cuatro décadas de la Marcha del Silencio, aquella protesta político-social que, junto con sus antecedentes, acabó en tragedia y que, como nunca antes, conmocionó a la ciudad en todos sus estamentos; conmoción que, por lógica consecuencia, alcanzó a la provincia y al país. Se trató de una tragedia que, en general, el análisis sociopolítico, la divulgación periodística y hasta la misma historiografía identifican con una sola víctima fatal, ignorando que también hubo otro muerto.

En extrema síntesis, los hechos sucedieron así: el jueves 15 de mayo de 1969, durante una movilización contra el aumento de tarifas en el comedor universitario, en Corrientes muere por la represión policial el estudiante Juan José Cabral. Estallan repudios en todo el país. Entre otros, el sábado 17 ocurre uno en Rosario, en el comedor universitario de Corrientes entre Córdoba y Santa Fe (hoy Escuela de Bellas Artes de Humanidades).


El desalojo violento por la policía deriva en corridas y tiene su punto culminante en la galería Melipal (en realidad, en la pequeña galería lindante, paralela y con comunicación con ésta), donde cae gravemente herido con el cráneo perforado de un balazo el estudiante de ciencias económicas de 22 años Adolfo Ramón Bello, oriundo de Las Rosas, quien fallece horas después en el Hospital Central Municipal.


Ante numerosos testigos que observaron que la represión no ameritaba andar con un arma desenfundada, el disparo lo había efectuado el oficial de policía Juan Agustín Lescano, quien mucho tiempo después terminaría sometido a la Justicia y condenado por su crimen.


Las pormenorizadas crónicas periodísticas por la muerte de Bello, más el burdo intento oficial de pretender que el policía había sido salvajemente agredido en una acción por arrebatarle el arma reglamentaria, generaron un estado de clara indignación en todas las capas sociales de la ciudad. Indignación que se acrecentó con el paso de los días, mientras se organizaba la Marcha del Silencio para el final de la tarde del miércoles siguiente.


La indignación colectiva era tal que motivó que numerosísimas entidades y personalidades, de las más dispares actividades e ideologías expresaran, con comunicados y declaraciones, su repudio por el asesinato de Bello y la violencia en general, adhirieran a la movilización anunciada y reclamaran el libre e irrestricto imperio de la Justicia como única salvaguarda posible de la tranquilidad pública.

Frustrado su desarrollo pacífico, después de horas de duros enfrentamientos entre manifestantes y policías (aquellos apoyados por infinidad de vecinos del centro, muchos de los cuales también repudiaban con consignas y gritos a éstos), la Marcha del Silencio tuvo su trágico desenlace con la muerte de Luis Norberto Blanco, un joven aprendiz de obrero metalúrgico de sólo 17 años (hoy algunos autores señalan que tenía dos años menos), que se había despedido de sus padres unas horas antes diciéndoles que iba al centro con unos amigos para ver qué pasaba en la marcha.


En esas horas de choques violentos hubo además numerosos heridos, tanto por los bastonazos y planazos o tajaduras de los sables policiales, como por la lluvia de piedras y otros objetos que, prácticamente de manera continua, partía desde los manifestantes. La vastísima y algo repetitiva crónica de La Capital del día siguiente (en su nerviosa y veloz factura por la hora de cierre intervinieron varios periodistas) revela que también hubo dos heridos de bala: Nilda Vilma Martínez, una empleada doméstica de 21 años a quien se le prestaron los primeros auxilios en el Sanatorio Americano, y el cabo primero Miguel Fernández, de la Guardia de Seguridad de Caballería (GSC) de la Policía, internado en el Hospital Central Municipal. A la mujer la bala le había ingreso por el pómulo y salido por debajo de la oreja; al hombre, por la espalda, sin orificio de salida.

Es obvio que sobre detalles brindados por los médicos, este diario se ocupó de la evolución de estos heridos. En sueltos a una columna de no más de cinco o seis centímetros de extensión informó casi día a día sobre la evolución satisfactoria de ambos. En uno de ellos advirtió que al policía habían tenido que extirparle un riñón y realizarle otra intervención de urgencia, no obstante lo cual continuaba recuperándose. Así fue como yendo de "mejoría" en "mejoría", el 2 de junio, es decir, once días después de haber sido herido, el suboficial murió.

En un comunicado, la Jefatura de Policía hizo saber que Fernández prestaba servicios en forma ininterrumpida en la GSC "desde julio de 1947", señala la escueta necrológica de La Capital, observando una conducta intachable. "En enero de 1967 ascendió a la jerarquía que ostentaba hasta el día de su muerte. También fue objeto de felicitaciones en muchas oportunidades y el día 4 de enero del presente año recibió la medalla de oro al mejor servidor del cuerpo donde revistaba correspondiente al año 1968".


Velado en el cuartel "de los escuadrones", así se los identificaba popularmente a los miembros del aguerrido y siempre inquietante cuerpo, en Alem, entre Ituzaingó y Cerrito, donde hoy funciona la Escuela de Cadetes de Policía, Fernández fue sepultado al día siguiente en La Piedad. Aparentemente soltero y sin familia, en los óbitos de La Capital aparecieron sólo cinco avisos recordatorios (Asociación Cooperadora de la GSC y Sección Perros; personal del Casino de Suboficiales de la GSC; jefes, oficiales y personal de tropa de la GSC; personal administrativo de la GSC, y maestros y personal de la Fanfarria de la GSC).

En tanto testigo de algunos aspectos de aquellas dramáticas horas y jornadas que lo marcaron (¡y cómo!) al comienzo de su larga carrera periodística y por lo que lleva leído desde entonces sobre el tema que, sin dudas en modo alguno es todo lo publicado, quien escribe hoy estas líneas está en condiciones de informar con escaso margen de error que, excepto lo vertido en las columnas de La Capital y, con seguridad, en las de los restantes diarios locales (Crónica y La Tribuna) por esos días, nadie recuerda a esta segunda víctima fatal de aquella luctuosa jornada.


¿A qué responde esta conducta claramente acientífica y, sin dudas, deudora de la verdad histórica? Puede ser que a mera ignorancia; o a negligencia en las investigaciones, ya que Fernández recién murió once días después de herido y, aparentemente, nadie se preocupó por seguir leyendo las incómodas colecciones de los diarios; o, quizás también —¿por qué no?— a una necesidad de carácter político o a un bloqueo psíquico-intelectual de raíz ideológica.

En fin, sea por una u otra de estas razones, o por alguna no mencionada aquí; o quizás por un poco de cada una de ellas, lo cierto es que no habría que seguir guardando silencio en torno de esta segunda muerte (por otra parte, equivalente al 50 por ciento de las víctimas fatales) ocurrida, igual que la nunca suficientemente llorada del malogrado Blanco, con motivo de la Marcha del Silencio. Dice el refrán popular que una media verdad vale lo mismo que una mentira entera.

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