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  • Foto del escritorMuseo Negro

, el Doctor Muerte


Harold Frederick Shipman

La población británica en general, y la profesión médica en particular, quedaron impactadas al descubrir, a través de las noticias, que un médico de familia, Harold Frederick Shipman, de 56 años, habría asesinado sistemáticamente durante 25 años a parte sus pacientes. Aunque fue sentenciado en el año 2000 por 15 asesinatos, una investigación posterior elevó la cifra a 260 crímenes. El nuevo siglo se abría con la revelación uno de los mayores asesinos en serie de la historia.


Pero empecemos por el principio, ¿Quién era el doctor Shipman?

Harold Frederick Shipman nació el 14 de junio de 1946 en Nottingham, Inglaterra, en la cuna de una familia de clase trabajadora. Tanto él como sus dos hermanos, fueron criados por su madre, Vera, quien manifestó siempre una marcada predilección y una actitud de sobreprotección hacia Fred. Fue esta disposición por parte de su madre, lo que fomentó en el joven un sentimiento de superioridad y una actitud de arrogancia y orgullo que le acompañarían por el resto de su vida.


Si bien en el ámbito académico, y especialmente en el deportivo, Harold con frecuencia destacaba por encima de sus compañeros, no fue sin embargo un chico popular en el colegio. Absorbido por las atenciones de su madre, se mostraba solitario y distante, sin muchos amigos.


Cuando tan solo contaba 17 años, sufrió una pérdida irreparable. Su madre murió de cáncer tras una larga agonía. Durante este intenso y doloroso periodo, el joven Harold no se despegó de su lado, viviendo de cerca el fascinante poder de la morfina para paliar el dolor en el cada vez más frágil y deteriorado cuerpo de su madre. En opinión de algunos expertos, fue esta temprana introducción a la muerte y los opiáceos, lo que decisivamente influyó en su posterior historial criminal.


Marcado por la muerte de su influyente progenitora, Shipman decidió estudiar medicina en la Universidad de Leeds, donde conoció a su primera y única novia, Primrose, con la que se casó y tuvo su primer hijo al poco tiempo de conocerse. Muchos de sus compañeros le recuerdan como un estudiante “fascinado por las drogas y los fármacos”.


Durante su época de residencia en el área de ginecología, comenzó a consumir morfina, sustancia de habitual administración en los partos, y por tanto, de fácil acceso y disposición.

A mediados de los setenta, Shipman se unió a un equipo de médicos de cabecera de la ciudad de Yorkshire, del cual fue despedido al descubrirse su adicción a la petidina, un narcótico similar a la morfina, que en esta ocasión conseguía mediante supuestas prescripciones a sus pacientes, que en realidad destinaba a su consumo personal. Tras este suceso, fue ingresado en un centro de rehabilitación.


Posteriormente, ejerció la medicina en varias clínicas de Hyde, una pequeña ciudad cercana a Manchester en el norte de Inglaterra, durante más de una década, adquiriendo muy buena fama y reputación entre los habitantes, lo cual le reportó una larga lista de pacientes. Con la clientela asegurada, Shipman decidió abrir su propio consultorio en 1992. Al no tener ya ningún tipo de supervisión, se le abría una vía más fácil para satisfacer sus secretos deseos de matar, ocultos tras su máscara de benévolo médico de familia.


Durante esta etapa, que duró unos cinco años, jugó con la buena fe de sus pacientes, endiosado por su facultad para salvar o quitar vidas, decidiendo a su antojo y capricho. Mataba a sus víctimas inyectándoles sobredosis de morfina. Solía elegir a personas indefensas, de edad avanzada, en su mayoría mujeres que sobrepasaban los 75 años. El propio Shipman extendía los certificados de defunción. Estas actas eran enviadas a un segundo médico, que debía confirmar el diagnóstico de la muerte, pero que en la práctica se limitaba a admitir, sin más, la documentación que le llegaba.


Por otra parte, algunos colegas y el propio personal de la funeraria comenzaron a sospechar del Doctor Shipman por la elevada mortalidad de sus pacientes, sobre todo de mujeres mayores que vivían solas, pero el asunto no llegó a más.


No fue hasta la muerte de una de sus pacientes, en 1998, Kathlen Grundy, de 81 años y exalcaldesa de la localidad, que la policía, alertada por la hija de la fallecida, empezó a investigar sobre las tenebrosas prácticas del Doctor Shipman.


Curiosamente el signo de alarma no fue ningún indicio médico, sino el último testamento de la fallecida, en el que nombraba a Harold Frederick Shipman como heredero de sus más de 350.000 libras, cantidad que en su anterior testamento, redactado hacía diez años, se destinaba a su hija Ángela Woodruff, con la que mantenía un estrecho vínculo afectivo.


Varios datos llevaron a la legítima heredera cuestionar la autenticidad de dicho documento. Estaba mecanografiado, un medio nunca utilizado por la Sra. Grundy. El estilo de redacción y lenguaje no encajaba con el de su madre. Tampoco sus improvisadas últimas voluntades concordaban con su carácter planificador, prudente y meticuloso. Ni siquiera la especificación de que su cuerpo fuera incinerado se correspondía con los anteriores deseos de la finada.


Las investigaciones policiales dieron pronto resultados. Los análisis forenses revelaron que la Sra. Grundy había muerto por sobredosis de morfina. Además, expertos en Documentoscopia confirmaron que tanto el testamento como la carta enviada al abogado para notificarle el cambio de beneficiario, habían sido escritos con la máquina de escribir del Doctor Shipman, requisada durante un registro domiciliario.


Por otra parte, las firmas de la testadora y los testigos fueron estampadas mediante engaño. También se halló una huella digital del médico en la parte inferior del testamento. En su vivienda se encontraron además múltiples piezas de joyería guardadas en una bolsa, pertenecientes a algunas de sus víctimas.


En los meses posteriores se exhumaron más de diez cuerpos para ser examinados, encontrándose en todos ellos altos niveles de morfina.


Cuando detuvieron a Shipman, tenía registrados en consulta cerca de 3.000 pacientes. Los agentes enseguida advirtieron su arrogancia, especialmente cuando les puntualizó que era un ser superior. El doctor muerte, así apodado, nunca admitió su culpabilidad. El 31 de enero del 2000, fue sentenciado a cadena perpetua por el asesinato de 15 pacientes, a los que aplicó inyecciones letales de morfina.


Pero el horror no se detuvo aquí. Una investigación judicial abierta con posterioridad, que se nutrió de informes policiales y médicos, y de testimonios de los familiares, revelaba que las víctimas ascendían al menos a 215, pudiendo alcanzar la cifra de 260 o más. La primera víctima se remontaba a 1975 y, en escalada creciente, fueron multiplicándose, aglutinándose el mayor número de crímenes en la última etapa, cuando ejerció en su consultorio privado.


Por otra parte, los datos estadísticos clamaban a voces. Shipman certificó en 25 años la muerte de 521 personas (300 más que el médico que más certificados había expedido en el Reino Unido). Además el 80% de sus pacientes falleció sin la presencia de ningún familiar (el doble de la media británica) y curiosamente las muertes coincidían en las mismas horas del día, entre la comida y el té de la tarde. Se descubrió que en el último periodo de doce meses, habían fallecido 36 pacientes, lo que resulta una cifra 2,5 veces superior a la media. Además, tal fue la concentración de sus crímenes, que ocho de sus pacientes murieron en un mismo mes, y otros siete de los fallecidos residían en la misma manzana.


Se excluyó la apertura de un nuevo proceso porque, dada la publicidad generada por el caso, no podía garantizarse un jurado imparcial. Pero en la atmósfera británica pesaba una punzante cuestión ¿Cómo fue posible la impunidad de Shipman durante tanto tiempo? Este hecho constituyó un revulsivo para promover un control más riguroso en la administración de fármacos, así como en los procedimientos oficiales post mortem.


El 13 de enero de 2004, Harold Frederick Shipman se suicidó ahorcándose en su celda de la prisión de Wakefield. Algunos medios de comunicación británicos lo celebraron públicamente, pero su muerte no ha contrarrestado el dolor amargo y la desolación que originó en vida.


Se han manejado diversas hipótesis para explicar las atrocidades de este asesino en serie: los daños neurológicos ocasionados por su abuso de morfina, la ira reprimida, la reproducción del ritual de muerte que vivenció con su madre, la voluntad de control y poder sobre las víctimas o quizá una conmiseración mal entendida hacia sus pacientes. Janet Smith, la magistrada al frente del informe oficial sobre los asesinatos, señaló que probablemente Shipman era sin más un “adicto al crimen”. Pero él siempre mantuvo en silencio y en secreto sus perversos motivos.

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