El dirigente radical asesinado por un comando de Montoneros el 15 de julio de 1974. Arturo Mor Roig estaba almorzando con dos amigos en una parrilla de la localidad bonaerense de San Justo -Rincón de Italia- cuando dos jóvenes que estaban en una de las mesas del comedor se acercaron y le dispararon alrededor de diez veces. Inmediatamente ingresaron al local otros dos hombres armados con escopetas de caño recortado que procedieron a ultimarlo en el suelo. Mor Roig estaba desarmado. Le habían pedido custodia pero la había rechazado. En definitiva, era una presa fácil para los asesinos.
Montoneros se hizo cargo del operativo, pero al principio los periodistas no podían entender el significado de la muerte de un dirigente de filiación radical que desde hacía casi dos años estaba retirado de la política. Las dudas de los periodistas duraron poco. Montoneros explicó que Mor Roig había sido asesinado para advertirle al gobierno nacional y a Balbín que la organización armada peronista debía ser tenida en cuenta en futuras negociaciones políticas.
El criterio del crimen no fue diferente al que se utilizó para asesinar a Rucci: se mataba a alguien no tanto por lo que era o lo que había hecho, sino por lo que representaba simbólicamente. No se mataba ni por amor ni por odio, se mataba por cálculo. Los muchachos arrojaban un cadáver en la mesa de negociaciones como quien arroja un ramo de flores. A Perón le tiraron los restos de Rucci; a Balbín le recordaron quiénes eran los interlocutores a tener en cuenta.
Por si alguna duda quedaba respecto de la identidad de los autores y de sus objetivos, las agrupaciones de superficie de Montoneros coreaban en las asambleas universitarias consignas al estilo “Hoy, hoy, hoy… hoy que contento estoy, vivan los Montoneros que mataron a Mor Roig”.
He conocido a muchos muchachos y chicas que cantaban esas consignas. Quiero creer que lo hacían con la mejor buena fe, que suponían que Montoneros había hecho justicia asesinando a un enemigo del pueblo. Ninguna de estas consideraciones subjetivas impiden señalar que festejaban un crimen. Ya no se trataba de matar para defenderse, se mataba por matar y, además, se expresaban grititos de alegría por la muerte.
Los muchachos universitarios tal vez no lo sabían, tal vez lo ignoraban, (aunque deberían haber tenido la obligación intelectual de saberlo) pero esa pulsión hacia la muerte, esa manifestación de júbilo por la sangre, no provenía de la lectura de la “Ideología Alemana” o de los “Manuscritos Filosóficos” de Carlos Marx, sino de “Mi lucha” de Hitler. Vivar la muerte, alegrarse por la muerte, es una pulsión típicamente fascista, tan fascista como la consigna que el PRT lanzaba a la calle “Los muertos no se lloran, se reemplazan” sacada de los archivos de Mussolini, aunque ellos suponían que estaban citando al Che Guevara.
Decía que cuando Mor Roig fue asesinado hacía casi dos años que estaba retirado de la política. A pesar de su larga trayectoria política, don Arturo no se había enriquecido ni mucho menos. Gracias a sus contactos profesionales había logrado el asesoramiento de una empresa fabril en San Junto, motivo por el cual se había trasladado con su esposa a Buenos Aires a vivir a un departamento comprado gracias a un crédito hipotecario que, cuando fue asesinado por los “soldados de Perón”, estaba pagando puntualmente.
A Mor Roig lo mataron por haber sido el artífice del Gran Acuerdo Nacional propiciado por Lanusse para dar una salida política a la Revolución Argentina. Efectivamente, fue el ministro del Interior de Lanusse el hombre que creó los instrumentos jurídicos indispensables para dar esa salida. Entre esos instrumentos merecen señalarse la derogación de la ley que suspendía el funcionamiento de los partidos políticos y la enmienda constitucional que debería ser ratificada luego por el Congreso, enmienda constitucional que en sus líneas fundamentales contenía las disposiciones que luego se establecerían en 1994.
Mor Roig era un político radical a tiempo completo. Se había afiliado al partido de Alem e Yrigoyen en su primera juventud, al poco tiempo de llegar de Lérida, Cataluña, su tierra natal. Según sus propias palabras, de muchacho aprendió a hacer política al lado de Moisés Lebenshon, a quien lo acompañó en la Constituyente de 1949.
Antes de ser ministro del Interior de un gobierno de facto, Mor Roig fue concejal en San Nicolás, diputado y senador por la provincia de Buenos Aires y diputado nacional durante la presidencia de Illía, ocasión en la que presidió la cámara. Los que lo conocieron lo describen como un político conservador, católico, honrado a carta cabal y demócrata convencido.
Cuando Lanusse -según los entendidos, otro afiliado radical- le propuso ser ministro del Interior, Mor Roig puso como condición que la decisión fuera avalada por la Hora del Pueblo, el nucleamiento de partidos políticos constituidos para asegurar una salida democrática. Curiosamente el único partido que no lo autorizó a dar ese paso fue la UCR. Balbín consideró que al radicalismo lo perjudicaba una actitud colaboracionista con un gobierno militar. Tal vez estaba en lo cierto. Alfonsín, que recién estaba constituyendo su Movimiento de Renovación y Cambio pidió su expulsión del partido. Hoy no sé si haría lo mismo.
Mientras en la UCR se levantaba la tormenta, Jorge Daniel Paladino, el delegado personal de Perón, y los dirigentes demoprogresistas Thedy y Muniagurria, le solicitaban a Mor Roig que aceptara el cargo. Se dice que el propio Perón se comunicó desde Puerta de Hierro con Balbín para tratar de convencerlo.
La decisión de Mor Roig de ser funcionario de Lanusse podía discutirse, pero ninguna conclusión habilitaba el crimen. Mor Roig no era el ministro de una dictadura que llegaba al poder, sino de un régimen militar que se iba y trataba de organizar su retirada, incluyendo en esa salida el propio retorno de Perón. Su rol fue controvertido, pero admitamos que el impulso político era hacia la democracia. Sus discusiones con los militares más duros fueron célebres. En una ocasión, cuando un general le reprochó ser el ministro de la Hora del Pueblo, porque favorecía demasiado a los partidos políticos, le dijo: “Yo no soy el Ministro de la Hora del Pueblo, pero tampoco quiero ser el ministro contra la Hora del Pueblo”.
Este hombre honrado, leal a sus convicciones, político de vocación democrática, conservador y católico, no merecía ser asesinado por la espalda en un comedor a la hora de la siesta. Nadie merece morir así y mucho menos por las razones que invocaron los Montoneros.
Como para que a todos les quede claro que los operativos de Montoneros no eran improvisados, en esos días fue asesinado en la ciudad de La Plata David Kraiselburd, director del diario El Día y de reconocida filiación radical. Kraiselburd había sido secuestrado a principios de julio y cuando estaba a punto de ser liberado por un operativo policial fue ultimado con un disparo en la nuca. Algo parecido le había ocurrido a ese militante de la causa partisana, ese luchador contra el fascismo italiano que fue Oberdán Sallustro, muerto por el sólo hecho de ser empleado de una empresa multinacional.
Kraiselburd había sido presidente de Adepa y era reconocido por su espíritu democrático. Entre sus amigos personales se encontraba un destacado militante de la Juventud Radical de entonces, Sergio Karakatchof. El día de su velorio, el militante anarquista de La Plata Mario Franchotti recordó que gracias a las gestiones de Kraiselburd pudo recuperar la libertad. Franchotti había sido detenido y torturado en 1951 por la policía de Perón. Tal vez la muerte de Kraiselburd fuera un ajuste de cuentas por parte de los jóvenes y díscolos seguidores del líder nacional y popular. Pero sobre estos temas hay que ser muy prudente para opinar. Cuando era chico un peronista me dijo que para entender las pulsiones del peronismo hay que ser peronista. Tal vez tenía razón.
Por Rogelio Alaniz
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